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jueves, 27 de junio de 2013
29 Mensajes de Spurgeon
No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 1
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
NO HAY OTRO EVANGELIO
INDICE
Introducción......................................................................................................................
La Biblia...........................................................................................................................
El glorioso Evangelio......................................................................................................
Predicad el Evangelio......................................................................................................
El propósito de la Ley......................................................................................................
Los dos efectos del Evangelio.........................................................................................
Un sermón sencillo para las almas que buscan...............................................................
Un llamamiento a los pecadores....................................................................................
La Soberanía Divina......................................................................................................
La Justificación por la Gracia........................................................................................
Soberanía y Salvación...................................................................................................
¿Por qué son salvados los hombres?.............................................................................
El libre albedrío: un esclavo.........................................................................................
La incapacidad humana................................................................................................
La intención de la carne es enemistad contra Dios......................................................
La Redención limitada...................................................................................................
La elección.....................................................................................................................
Las alegorías de Sara y Agar.........................................................................................
El poder del Espíritu Santo............................................................................................
El llamamiento eficaz....................................................................................................
La resurrección espiritual..............................................................................................
El nuevo corazón...........................................................................................................
Un pueblo voluntarioso y un Caudillo inmutable.........................................................
La Fe.............................................................................................................................
La responsabilidad humana...........................................................................................
La Salvación del Señor..................................................................................................
Solamente Dios es la salvación de su pueblo................................................................
Salvación hasta lo sumo................................................................................................
¡Despertad! ¡Despertad!................................................................................................
La contienda de la verdad............................................................................................. No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 2
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
INTRODUCCIÓN
De Spurgeon se sabe que fue un gran predicador; que miles y miles de almas se convirtieron
bajo su ministerio; que fue bautista, y que dio muestras prodigiosas de una ironía sana y
oportuna desde el púlpito. Se conocen y repiten muchas de sus anécdotas e ilustraciones; pero
poco, muy poco, se sabe del contenido doctrinal de su predicación. Se supone y se cree ¡claro
está!-, que fue sano en sus creencias; pero en qué consistía la ortodoxia “spurgeoniana” ¡ah!,
eso ya son aguas de otro molino. Pero aún así, lo que muchos protestantes no pueden ni tan
siquiera imaginar, es que la sana predicación de Spurgeon descansara en aquellas gloriosas
doctrinas bíblicas comúnmente conocidas bajo el nombre de calvinistas.
En el prólogo del primer volumen del “New Park Street Pulpit” -de cuya colección provienen
los sermones de este libro; Spurgeon decía: “Recurrimos con frecuencia a la palabra calvinismo
por designar esta corta palabra aquella parte de la verdad divina que enseña que la salvación es
sólo por la gracia”. Y añadía: “Creemos firmemente que lo que comúnmente se llama calvinismo
no es más, ni menos, que aquel sano y antiguo evangelio de los puritanos de los mártires, de los
Apóstoles y del Señor Jesucristo”.
Spurgeon se mantuvo siempre fiel a las doctrinas de la gracia. Las páginas de este libro -como
toda la producción literaria del gran predicador-, están estampadas con aquel inconfundible sello
del Soli Deo Gloria, tan genuinamente bíblico. Y como sucede siempre que el Evangelio es
predicado en toda su pureza, la oposición de la mente carnal no tarda en desatarse. ¡Cómo odian
los hombres a quienes exaltan la soberanía de Dios! ¡Y con cuán poco escrúpulo la desfiguran!
Modernistas y arminianos hicieron causa común en un intento vano para acallar la voz evangélica
del joven predicador. La crítica más mordaz y severa se volcó sobre él; su nombre era satirizado
en la prensa y “pateado por la calle como una pelota de fútbol”. El 25 de octubre de 1856, un
semanario londinense escribía: “Creemos que las actividades del señor Spurgeon no merecen en lo
más mínimo la aprobación de sus correligionarios. Apenas hay un ministro independiente de
cierta categoría que esté asociado con él”. Y todo como resultado de sus convicciones doctrinales.
Con referencia a los sermones que tienes en tus manos, lector, Spurgeon comentaba: “Nada más
zahiriente queda por decir en contra de ellos que no se haya dicho ya; las formas más externas de
vejación ya se han agotado; se ha llegado ya al no va más del vocabulario libélico, y las críticas
más mordaces ya no dan más veneno”. Con todo, Spurgeon se gozaba en el glorioso hecho de
que Dios había estampado estos sermones con el sello de numerosas conversiones genuinas. Y
aun después de la muerte del gran predicador, el Espíritu de Dios se sirve de estos mensajes -que
son locura y escándalo a la mente carnal- como medio de salvación para muchos pecadores.
(Uno de los traductores de estos sermones fue alcanzado por el poder de la gracia de Dios a
través de la lectura de los mismos en su versión original).
Spurgeon se alzó ante la rutina y la superficialidad. El Señor usó para desempolvar las Biblias
de una multitud de “cristianos del domingo”, y despertarlos a la realidad de su condición. Y eso
no podía conseguirse por la predicación del Spurgeon tradicionalmente conocido por los lectores
hispanoparlantes. Era necesaria la publicación de sermones íntegros de ese sirvo de Dios para
que fuese por fin conocido.
Acostumbrados como estamos a la predicación superficial y soporífera de nuestro tiempo, la
lectura de estos sermones causará, por necesidad, revuelo espiritual en los círculos protestantes
de habla hispana. Estos mensajes son llamadas directas al espíritu y exigen -como contestación-,
un examen profundo de nuestra pretendida fe cristiana.
No tengas temor, tú que nos lees, de contrastar tus creencias y examinarlas a la luz de la
Escritura. “Así dijo Jehová: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas
antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma”
(Jeremías 6:16). ¿Contestarás: “No andaremos”? La voz que resuena en estos sermones es la del
atalaya, y dice: “Escuchad la voz de la trompeta”. Por amor de tu alma no respondas: “No
escucharemos”. Publicamos estos sermones, no sólo para que se conozca al verdadero Spurgeon,
sino -sobre todo- para que se conozca el verdadero Evangelio:
EL EVANGELIO DE LA GRACIA DE DIOS. LOS EDITORES No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 3
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
I. LA BIBLIA
«Escríbile las grandezas de mi ley, y fueron tenidas por cosas ajenas»
(Oseas 8:12).
He aquí la queja de Dios contra Efraim. Él nos muestra su bondad al reprender a sus descarriadas
criaturas, y vemos su amor cuando inclina la cabeza atento a lo que ocurre en la tierra. Si quiere,
puede hacerse un vestido con la noche, rodear sus brazos con pulseras de estrellas y ceñir su frente
con los rayos del sol como diadema; puede morar solo, lejos, muy lejos de este mundo, más allá
del séptimo cielo, y contemplar con serena y silenciosa indiferencia todo cuanto sus criaturas
hacen. Puede hacer como Júpiter que, según creían los paganos, estaba siempre en eterno silencio,
agitando a veces su terrible cabeza, mandando a las Parcas según su voluntad, ignorando las cosas
pequeñas de esta tierra, y considerándolas indignas de llamar su atención; absorto en su propio ser,
abstraído en sí mismo, viviendo solo y apartado. Y yo, como una de Sus criaturas, podría subir a
la cima de las montañas en una noche estrellada, y a su mudo silencio decirles: “Vosotros sois los
ojos de Dios, pero no me miráis a mí; vuestro brillo es don de su omnipotencia, pero vuestros
rayos no son sonrisas de amor para mí. Dios, el Poderoso Creador, me ha olvidado; soy una gota
despreciable en el océano de la creación, una hoja seca en el bosque de la vida, un átomo en el
monte de la existencia. Él no me conoce, estoy solo, solo.” Pero no es así, amados. Nuestro Dios
es muy diferente. Él repara en cada uno de nosotros. No existe pájaro ni gusano que escape a sus
decretos. No hay ser sobre el que sus ojos no reposen; nuestros hechos más íntimos y secretos, Él
los conoce; en todo cuanto hagamos, soportemos o suframos, su mirada esta pendiente de nosotros
y su sonrisa nos cobija si somos su pueblo-, o estamos bajo su enojo -si nos hemos apartado de El-
¡Oh! Cuán infinitamente misericordioso es Dios, que contemplando a los hombres no retira su
sonrisa de ellos para que perezcan. Vemos en este pasaje que Dios se acuerda del hombre, por
cuanto dice a Efraim: “Escribíle las grandezas de mi ley, y fueron tenidas por cosas ajenas”.
Observad cómo al ver el pecado del hombre no desecha a éste ni lo aparta despectivamente con su
pie, ni tampoco lo suspende sobre el abismo del infierno hasta hacerle estallar el cerebro por el
terror, para, finalmente, arrojarle en él para siempre; antes al contrario, Dios desciende del cielo
para tratar con sus criaturas, pleitea con ellas, se rebaja, por así decirlo, al mismo nivel que los
pecadores, les expone sus quejas y defiende sus derechos. ¡Oh! Efraim, te he escrito las grandezas
de mi ley, pero las has tenido por cosa ajena.
Estoy aquí esta noche como enviado de Dios, amigos míos, para tratar con vosotros como
embajador suyo; para acusar de pecado a muchos de vosotros; para, con el poder del Espíritu
Santo, mostraros vuestra condición; para que seáis redargüidos de pecado, de justicia y de juicio.
El delito del que os acuso es el que leemos en este versículo. Dios os ha escrito las grandezas de
su ley, pero las habéis tenido como cosa ajena. Es precisamente sobre este bendito libro, la Biblia,
que os quiero hablar. Este será mi texto: la Palabra de Dios. Este es el tema de mi sermón, un
tema que requiere más elocuencia de la que yo poseo, y sobre el que podrían hablar miles de
oradores a la vez; grandioso, vasto e inagotable asunto que, aun consumiendo toda la elocuencia
que hubiera hasta la eternidad, no quedaría agotado.
Sobre la Biblia tengo tres cosas que deciros, y las tres están en el texto. Primeramente su autor:
“Escribíle”; segundo, el tema: Las grandezas de la ley de Dios; y tercero, el trato que han recibido:
Fueron tenidas por muchos como cosa ajena.
I. ¿Quién es EL AUTOR? El mismo texto nos dice que es Dios. “Escribíle las grandezas de
mi ley” He aquí mi Biblia, ¿quién la escribió? La abro y observo que se compone de una serie de
opúsculos. Los cinco primeros fueron escritos por un hombre llamado Moisés. Paso las páginas y
veo que hay otros escritores tales como David, y Salomón. Encuentro a Miqueas, Amós, Oseas.
Sigo adelante y llego a las luminosas páginas del Nuevo Testamento, y allí están Mateo, Marcos,
Lucas y Juan; Pablo, Pedro, Santiago y otros; pero cuando cierro el libro me pregunto: ¿Quién es
su autor? ¿Pueden estos hombres, en conjunto, atribuirse la paternidad de este libro? ¿Son ellos No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 4
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
realmente los autores de este extenso volumen? ¿Se reparten entre todos el honor? Nuestra fe santa nos dice que no. Este libro es la escritura del Dios viviente; cada letra fue escrita por el dedo
del Todopoderoso, cada palabra ha salido de sus labios sempiternos; cada frase ha sido dictada por
el Espíritu Santo. Aunque Moisés escribió su narración con ardiente pluma, fue Dios el que guió
su mano. David tocaba el arpa haciendo que dulces y melodiosos salmos brotasen de sus dedos,
pero era Dios quien movía sus manos sobre las cuerdas vivas de su instrumento de oro, Salomón
entonó cánticos de amor, y pronunció palabras de profunda sabiduría, pero fue Dios el que dirigió
sus labios, y Suya es la elocuencia del Predicador. Si sigo al atronador Nahum con sus caballos
surcando las aguas, o a Habacuc cuando vio las tiendas de Cusán en aflicción; si leo de Malaquías
con la tierra ardiendo como un horno; si paso a las plácidas páginas de Juan que nos hablan del
amor, o a los severos y fogosos capítulos de Pedro que nos cuentan del fuego que devora a los
enemigos de Dios; o a Judas, que lanza anatemas contra sus adversarios; siempre, y en cada uno
de ellos, veo que es Dios quien habla. Es su voz, no la del hombre; son las palabras del Eterno,
del Invisible, del Todopoderoso, de Jehová. La Biblia es la Biblia de Dios, y cuando la
contemplo, paréceme oír una voz que sale de ella diciendo: “Soy el libro de Dios; hombre, ¡léeme!
Soy su escritura; abre mis hojas, porque he sido escrito por El; léelas, porque Él es mi autor, y le
verás visible y manifiesto en cualquier lugar”. “Escribíle las grandezas de mi ley.”
¿Cómo sabréis que Dios escribió este libro? No intentaré responder a esta pregunta. Podría
hacerlo si quisiera, porque hay razones y argumentos suficientes, pero no pienso robaros el tiempo
esta noche exponiéndolos a vuestra consideración. No, no lo haré. Si quisiera, os hablaría de la
grandeza de estilo que está por encima de la de cualquier escrito humano, y que todos los poetas
que en el mundo han sido, con todas sus obras juntas, no podrían ofrecernos tan poético y extraordinario lenguaje como encontramos en la Escritura. Los temas que en ella se tratan escapan al
intelecto humano. ¿Qué hombre tendría capacidad para inventar las grandes doctrinas de la
Trinidad de Dios? Nadie podría narrarnos la creación del universo. Ningún humano puede ser el
autor de la sublime idea de la Providencia, por la que toda las cosas son ordenadas según el deseo
de un Ser Supremo, y que todas ellas obran para bien. Podría hablaros de su sinceridad, pues
vemos que no oculta las faltas y errores de sus escritores; de su unidad, pues nunca se contradice;
de su subyugante sencillez, para que el más simple pueda leerla. Y así, un centenar más de cosas
que nos probarían hasta la saciedad que este libro es de Dios; pero no he venido aquí a hacerlo.
Soy ministro de Cristo, y vosotros cristianos, o al menos así lo profesáis, y ningún siervo de Dios
necesita sacar a la luz razonamientos incrédulos para rebatirlos. Sería la necedad más grande del
mundo. Los infieles, pobres criaturas, no conocen sus propios argumentos hasta que nosotros se
los decimos, y ellos, juntándolos poco a poco, vuelven a arrojarlos como despuntadas lanzas
contra el escudo de la verdad. Es un desatino sacar estos tizones del fuego del infierno, aunque se
este bien preparado para apagarlos. Dejad que el mundo aprenda sus propios errores; no seamos
propagadores de sus falsedades. En verdad que hay predicadores que, estando faltos de
argumentos, los sacan de cualquier parte; pero los elegidos de Dios no tienen necesidad de esto,
porque son enseñados por Él, y Él mismo les provee de temas, palabras y poder. Quizá, algunos
de los que me escucháis habéis entrado aquí sin fe, hombres racionalistas, librepensadores. No
argumentaré con los tales. Confieso que no estoy aquí para discutir, sino para predicar lo que
conozco y siento. Pero sabed que yo también he sido como uno de ellos. Hubo un mal momento
en mi vida, cuando leve el ancla de mi fe, solté las amarras de mis creencias y, no queriendo
permanecer ya por más tiempo anclado firmemente en el puerto de la revelación, dejé que mi nave
surcara la mar impulsada por el viento. Dije a la razón: “Sé tu mi capitán”, y a la inteligencia: “y
tú mi timón”. Así comencé mi loco viaje; pero, ¡gracias a Dios! Todo acabó ya. Os contaré esta
breve historia: Fue una travesía precipitada por el tempestuoso océano del librepensamiento. A
medida que avanzaba, los cielos empezaron a oscurecerse; pero, en compensación, el agua era
brillante con fulgores de esplendor. Saltaban centellas, cosa que me agradaba en gran manera, y
pensé: “Si esto es el librepensamiento, es una cosa maravillosa”. Mis ideas parecían gemas podía
esparcir las estrellas con mis manos; pero pronto, en lugar de aquel fulgor de gloria, horribles
demonios surgieron de las aguas, y como quisiera golpearles, bramando me mostraron sus dientes
rechinantes; se asieron a la proa de mi barco y me arrastraron. Yo, en cierto modo, me sentía No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 5
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
feliz, embriagado por la velocidad, pero estremecido por la celeridad con que rebasaba los viejos
límites de mi fe. Corría con tan terrible rapidez, que empecé a desconfiar hasta de mi propia
existencia; dudé de si el mundo era verdad; pensé si era posible que existiera algo como yo.
Llegué al borde mismo del reino sombrío de la incredulidad, al fondo mismo del mar de la
infidelidad. Dudaba de todo. Pero aquí Satanás se engañó a sí mismo, porque lo disparatado de
estas dudas me demostró lo absurdo de ellas. Y fue cuando vi el fondo de aquel mar que oí una
voz que decía: “¿Y puede esta duda ser verdad?” Al grito de este pensamiento volví a la realidad.
Salí de aquel sueño de muerte que, bien sabe Dios, podía haber condenado mi alma y destruido mi
cuerpo si no hubiese despertado. Cuando me levanté, la fe tomó el timón; desde aquel momento
nunca más dudé. La fe gobernó mi barca y la hizo regresar, mientras yo gritaba: “¡Fuera de aquí,
fuera de aquí!” Eché mi ancla en el Calvario, levanté los ojos a Dios, y heme aquí vivo y libre del
infierno. Por eso os hablo de lo que yo conozco, porque he hecho tan peligroso viaje y he
regresado a puerto sano y salvo. ¡Pedidme que sea incrédulo otra vez! No, ya lo probé. Fue dulce
al principio, pero amargo después. Ahora, atado más firmemente que nunca al Evangelio de Dios,
firmes mis pies sobre una roca más dura que el diamante, desafío los razonamientos infernales a
que me muevan, “porque yo sé a quien he creído, y estoy cierto que es poderoso para guardar mi
depósito para aquel día”. No voy a refutar ni a argumentar esta noche. Vosotros profesáis ser
cristianos, pues de otro modo no estaríais aquí-, aunque vuestra profesión bien puede ser falsa, y
lo que decís ser, tal vez sea todo lo contrario de lo que en realidad sois. Aun así, supongo que
todos creéis que ésta es la Palabra de Dios. Permitid, pues, que exponga un par de pensamientos
sobre esto: “Escribíle las grandezas de mi ley”.
Examinad este libro, amigos míos, y admirad su autoridad. No es un libro corriente; no contiene
las máximas de los sabios de Grecia, ni los discursos de los filósofos de la antigüedad. Si estas
palabras hubiesen sido escritas por el hombre, podríamos desecharlas; pero, ¡oh!, dejadme meditar
en este solemne pensamiento: este libro es el manuscrito de Dios, estas son sus palabras. Dejadme
inquirir su antigüedad: está fechado en los collados del cielo. Permitid que considere sus palabras:
son destellos de gloria para mis ojos. Dejad que lea sus capítulos: rebosan de grandeza y misterios
escondidos. Sus profecías están henchidas de increíbles maravillas. ¡Oh, libro de los libros! ¡Y
que tú hayas sido escrito por mi Dios! Me postro ante ti. Tú, libro, tienes plena autoridad; tú eres
el edicto del Emperador del cielo. Lejos esté de mí usar de mi razón para contradecirte. ¡Razón!,
tu lugar está en considerar y averiguar lo que este volumen quiere decir, no lo que debería decir.
Venid, intelecto y razón míos, sentaos y escuchad, porque estas palabras son las palabras de Dios.
Me siento incapaz de extenderme en este pensamiento. ¡Oh, si pudierais recordar que esta Biblia
ha sido verdadera y realmente escrita por Dios!; Oh, si se os hubiese permitido la entrada en las
cámaras secretas del cielo, y hubieseis podido contemplar a Dios empuñando la pluma mientras
escribía estas maravillosas letras, seguro que las respetaríais! Mas podéis creer que es el
manuscrito de Dios; tanto como si hubieseis estado presentes cuando lo escribía. La Biblia es un
libro digno de crédito, es un libro autoritativo, porque lo escribió Dios. ¡Temblad, temblad, no sea
que lo despreciéis; reparad en su autoridad, porque es la Palabra de Dios!
Así pues, al ser obra de Dios, notemos su veracidad. Si yo fuese su autor, gusanos censuradores la
poblarían inmediatamente, mancillándola con sus larvas diabólicas. Si la hubiese escrito yo, no
faltarían hombres que la destrozaran en seguida, y tal vez con razón. Pero no; es la Palabra de
Dios. ¡Venid y buscad en qué criticarla, y descubrid sus defectos; examinadla desde el Génesis al
Apocalipsis y encontrad un error! Ella es veta de oro puro sin mezcla de materia terrena. Es
estrella sin mácula, sol de perfección luz sin penumbra, luna resplandeciente, gloria sin sombra.
¡Oh, Biblia!, no se puede decir de ningún libro que sea perfecto y puro; pero nosotros podemos
decir de ti que toda la sabiduría se encuentra encerrada en tus páginas, pura y perfecta. Es el juez
que pone fin a toda discusión cuando la inteligencia y la razón fracasan. Es el libro no manchado
por el error, porque es puro, sin mixtura, verdad perfecta. ¿Por qué? Porque Dios lo escribió. ¡Ah!
Acusad a Dios de error, si queréis; decidle que este libro no es lo que debiera ser. Sé de personas
a las que, con orgullosa falsa modestia, les gustaría enmendar la Biblia, y (casi me ruborizo al
decirlo) he oído ministros de Dios que han alterado Su palabra, porque la temían. ¿Nunca habéis
oído decir: “El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere -¿qué dice la No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 6
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
Escritura?- “será condenado”? Pero esto no suena bien ni es muy fino; por eso dicen: “será
culpable”. ¡Caballeros!, déjense de “hermosear” la Biblia, y prediquen la Palabra de Dios; no
necesitamos ninguna de sus alteraciones. He oído a personas que, orando, en vez de decir: “hacer
firme vuestra vocación y elección”, dicen: “hacer firme vuestra vocación y salvación”. ¡Qué
lástima que no hubieran nacido cuando Dios moraba en los tiempos remotos; podrían haberle
enseñado a escribir! ¡Oh, inconcebible impudicia y orgullo desmedido! ¡Tratar de dictar al Sabio
de los sabios, enseñar al Omnisciente e instruir al Eterno! Singular cosa es que haya hombres tan
viles que usen el cuchillo de Joacim para mutilar la Palabra de Dios, porque haya pasajes que no
les sean gratos. ¡Oh, tú, que sientes aversión por ciertas partes de la Santa Escritura!, sabe con
certeza que tu gusto está corrompido y que la voluntad de Dios no se sujeta a tu pobre opinión. Tu
desagrado es la verdadera razón por la que El la escribió; porque no tenías por que estar de
acuerdo, ni tienes derecho a ser complacido; por ello, Dios escribió lo que a ti no te gusta: la
Verdad. Postrémonos reverentemente ante ella, porque es inspirada por Él. Es la verdad pura. De
esta fuente mana agua vitae -”agua de vida”- sin una partícula de tierra; de este sol nacen rayos de
esplendor sin sombra alguna. Bendita Biblia; tú eres toda la verdad.
Antes de dejar este punto, parémonos a considerar la misericordia de Dios al escribirnos la Biblia.
¡Ah! Él podía haber dejado que anduviésemos a tientas nuestro camino de tinieblas, como los
ciegos palpan buscando la pared. Podía habernos dejado en nuestro extravío, guiados solamente
por la estrella de la razón. Recuerdo un caso que le ocurrió al señor Hume, quien constantemente
afirmaba que la luz de la razón es de sobra suficiente. Estando en casa de un buen ministro de
Dios una noche, había estado discutiendo sobre este asunto, manifestando su firme convicción en
la suficiencia de la luz natural. Al marchar, el siervo de Dios se ofreció a alumbrarse con una
bujía, en tanto que bajaba la escalera. “No, me bastará con la luz de la naturaleza; con la luna será
suficiente”, respondió. Pero ocurrió que la luna estaba oculta por una nube, y nuestro hombre,
tropezando. cavó escaleras abajo. “¡Ah!”, dijo el ministro, “a pesar de todo. hubiese sido mejor
haber tenido alguna lucecita desde arriba. señor Hume.” De manera que, aun suponiendo que la
luz natural fuese suficiente, sería mejor que tuviéramos además alguna desde arriba, y así, si que
estaríamos seguros de no tropezar, pues mejor son dos luces que una. La creación nos alumbra
con brillante luz. Podemos ver a Dios en las estrellas, su nombre está escrito con letras de oro en
el rostro de la noche; podéis descubrir su gloria en las olas del océano, y en los árboles del campo.
Pero es mejor leer en dos libros que en uno. Le encontraréis aquí más diáfanamente revelado,
porque Él mismo ha escrito este libro y os ha dado la clave para entenderlo, si tenéis el Espíritu
Santo. Amados hermanos, demos gracias a Dios por esta Biblia. Amémosla y considerémosla
más preciosa que el oro más fino.
Una observación más, y paso al segundo punto. Si ésta es la Palabra de Dios, ¿qué será de los que
no la habéis leído desde el mes pasado? “¿Desde el mes pasado? ¡Pero si no lo he hecho en todo
el año!” Y muchos de vosotros no la habéis leído, nunca. La mayoría de la gente trata a la Biblia
muy educadamente. Tienen una edición de bolsillo primorosamente encuadernada, la envuelven
en un blanco pañuelo, y así la llevan al culto. Cuando regresan a casa la guardan en un cajón y..
¡hasta el próximo domingo! Entonces, la vuelven a sacar para agradarla, y la llevan a la capilla;
todo cuanto la pobre Biblia recibe es este paseo dominical. Esa es vuestra manera de tratar a tan
celestial mensajero. Hay suficiente polvo sobre vuestras Biblias para que con vuestro propio dedo
podáis escribir: “Condenación”. Muchos de vosotros no la habéis hojeado desde hace mucho,
mucho, mucho tiempo, y, ¿qué pensáis? Os dio palabras bruscas, pero verdaderas. ¿Qué dirá
Dios, finalmente, cuando vayáis a su presencia? “¿Leíste mi Biblia? “ “No.” “Te escribí una carta
de misericordia, ¿la has leído?” “No.” “¡Rebelde! Te envié una carta invitándote a venir; ¿es que
jamás la leíste?” “Señor, nunca rompí el lacre:siempre la guardé bien cerrada.” “¡Desdichado!”,
dice Dios. “entonces, bien mereces el infierno; si te escribí esta carta de amor, y ni siquiera
quisiste romper el sello, ¿qué haré contigo?” ¡Oh! No permitáis, que tal ocurra con vosotros. Sed
lectores de la Biblia; sed escudriñadores de la Palabra.
II. Nuestro segundo punto es: LOS TEMAS DE LOS QUE TRATA LA BIBLIA. Las
palabras del texto son: “Escribíle las grandezas de mi ley. El Libro de Dios siempre habla sola y No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 7
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
exclusivamente de grandes cosas. No hay nada en el que no sea importante. Cada versículo
encierra un solemne significado, y si todavía no lo hemos hallado, esperamos hacerlo. Habéis
visto las momias cubiertas por vueltas de vendas. Bien, la Biblia de Dios es algo parecido; hay
numerosos rollos de blanco lino, tejidos en el telar de la verdad, de manera que tendréis que
devanar rollo tras rollo hasta encontrar el verdadero significado de lo que está escondido; y
cuando creáis haberlo hallado, aun continuaréis desentrañando las palabras de este maravilloso
volumen por toda la eternidad. No hay nada en la Biblia que no sea grandioso.
Todas las cosas de la Biblia son grandes. Algunas personas piensan que no importa la doctrina
que uno crea; que da lo mismo asistir a una iglesia que a otra, que todas las denominaciones son
iguales. Hay un ser, el señor Fanatismo, al que detesto sobre todas las cosas, y al que jamás he
hecho ningún cumplido ni he prodigado elogio; pero hay otro al que odio igualmente; se trata del
señor Latitudinarismo, individuo bien conocido que ha descubierto que todos somos iguales. Yo
doy por cierto que una persona puede ser salva en cualquier iglesia. Algunas lo han sido en la de
Roma, unos pocos benditos hombres cuyos nombres podría citaros. También sé, ¡bendito sea
Dios!, que gran número son salvas en la iglesia Anglicana; en ella hay una hueste de sinceros y
piadosos hombres de oración. Creo que todas las ramas del protestantismo cristiano tienen un
remanente según la elección de gracia, remanente que en todas ellas ha sido la sal que ha evitado
la corrupción. Pero cuando me expreso en estos términos, ¿creéis que las sitúo a todas al mismo
nivel? ¿Están todas igualmente en lo cierto? Una dice que el bautismo de infantes es correcto,
otras que no. Vosotros decís que ambas tienen razón, pero yo no lo veo así. Una enseña que
somos salvos por la gracia de Dios, otra que no, sino que es nuestro libre albedrío el que nos
salva; con todo, vosotros creéis que las dos están en lo cierto; yo no lo entiendo así. Una dice que
Dios ama a su pueblo y nunca dejará de amarle; otra, que no, que Él no les amó hasta que ellos le
amaron a Él; que unas veces lo ama y otras deja de hacerlo, volviéndole la espalda. Ambas
pueden tener razón en lo esencial, pero nunca cuando una dice “si” y otra “no”. Para verlo así
necesitaría unas gafas que me ayudaran a ver hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo. No
puede ser, señores, que ambas tengan razón, a pesar de que hay quien dice que las diferencias no
son esenciales. Este texto dice: “Escribíle las grandezas de mi ley”. No hay nada en la Biblia de
Dios que no sea grande. ¿Os habéis parado a pensar alguna vez cual será la más pura de todas
ellas? “¡Oh!”, decís, “nunca nos hemos planteado ese problema. Nosotros vamos donde nuestros
padres fueron.” ¡Magnífico! Es una convincente razón naturalmente. Vais donde vuestros padres
fueron. Creía que erais gente sensata, y nunca pensé que os dejaríais llevar por otros en vez de por
vuestra propia convicción. Amo a mis padres sobre todo lo que alienta, y el solo hecho de que
creyeran que una cosa es verdad, me ayuda a pensar que lo es; pero yo no les he seguido.
Pertenezco a diferente denominación, y doy gracias a Dios por ello. Puedo recibirles como
hermanos en Cristo, pero nunca pensé que, porque ellos sean una cosa, yo he de ser lo mismo.
Nada de esto. Dios me dio un cerebro y he de utilizarlo; y si vosotros también lo tenéis, haced uso
de él. No digáis nunca que no importa. Si que importa. Todo cuanto Dios ha escrito aquí, tiene
suprema importancia: Él jamás hubiera puesto algo que fuera indiferente. Todo cuanto hay aquí
tiene valor; por lo tanto, escudriñad todos los temas, probadlo todo por la Palabra de Dios. No
tengo ningún reparo en que lo que yo predique sea probado por este libro. Dadme solamente un
auditorio imparcial y la Biblia. y si digo algo que la contradiga, me retractaré de ello el próximo
domingo. Buscad y mirad, pero no digáis: “No vale la pena. no tiene importancia”. Cuando Dios
habla, siempre es importante.
Pero, aunque todo en la Palabra de Dios es importante. no todo lo es en la misma medida. Hay
ciertas verdades básicas y fundamentales que deben ser creídas para ser salvo. Si queréis saber
qué es lo que debéis creer para ser salvos. encontraréis las grandezas de la ley de Dios entre estas
cubiertas; todas están aquí. Como compendio o resumen de ellas recuerdo lo que siempre decía
un amigo mío: “Predica las tres “erres” y Dios no dejará de bendecirte”. “¿Qué son las tres
“erres”?” le dije, y me respondió “Ruina, Redención y Regeneración”. Estas tres cosas contienen
la esencia y el todo de la teología. “R” de ruina. Todos fuimos arruinados en la caída, nos
perdimos cuando Adam pecó y nos perdemos por nuestras propias transgresiones, por la
perversidad de nuestro corazón, por nuestros malos deseos, y nos perderemos a menos que la No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 8
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
gracia nos salve. “R” de redención Somos redimidos por la sangre de Cristo como la de un cordero
sin mancha ni contaminación, rescatados por su poder, redimidos por sus méritos, y libres por su
potencia. “R” de regeneración. Si queremos ser perdonados, tenemos que ser regenerados, porque
nadie puede ser partícipe de la redención sin ser regenerado. Podemos ser tan buenos como
queramos, y servir a Dios a nuestro modo tanto cuanto gustemos, pero si no hemos sido
regenerados, si no tenemos un corazón nuevo, si no nacemos otra vez, aún estamos en la primera
“R”, en la ruina, en la perdición. Esto es un pequeño resumen del Evangelio, pero creo que hay
otro mejor en los cinco puntos del calvinismo: Elección conforme a la presciencia de Dios, natural
depravación y pecaminosidad del hombre, redención limitada por la sangre de Cristo, llamamiento
eficaz por el poder del Espíritu, y perseverancia final por el poder de Dios. Creo que, para ser
salvos, hemos de creer estos cinco puntos; pero no me agradaría escribir un credo como el de
Atanasio, que empieza así: “Todo aquel que quiera ser salvo, deberá creer en primer lugar la fe
católica, la cual es ésta”; al llegar a este punto tendría que pararme porque no sabría cómo
continuar. Sostengo la fe católica de la Biblia, toda la Biblia y nada más que la Biblia. No es cosa
mía el redactar credos, sino el deciros que escudriñéis las Escrituras, porque ellas son la palabra de
vida.
Dios dice: “Escribíle las grandezas de mi ley”. ¿Dudáis de estas grandezas? ¿Creéis que no son
dignas de prestarles atención? Piensa un momento, hombre, ¿dónde te hallas ahora?
“Heme aquí, en este desfiladero,
Cabalgando entre dos mares eternos;
Una franja, un segundo en el sendero,
Puede hundirme por siempre en los infiernos
O alojarme en la Casa del Cordero.”
Recuerdo que una vez estaba yo en la playa, paseando sobre una estrecha faja de tierra, sin pensar
que la marea pudiera subir. Las olas lamían constantemente ambas orillas, y abstraído en el mar
de mis pensamientos permanecí allí por largo rato. Cuando quise regresar, me encontré ante una
dificultad: las olas habían cortado el camino. De la misma manera, todos nosotros caminamos
cada día por una estrecha senda, y hay una ola que sube más y más; ved cuán cerca está de
vuestros pies, y detrás de ésta siguen otra y otra; a cada tictac del reloj “nuestros corazones, como
sordos tambores, redoblan marchas fúnebres camino de la tumba”. Cada día que transcurre es un
paso más hacia el sepulcro. Pero, este libro me dice que, si soy convertido, un cielo de gozo y
amor me recibirá cuando muera; brazos de ángeles me estrecharán, y yo, llevado por querúbicas
alas, con el alba me elevaré, y más allá de las estrellas, donde Dios tiene su trono, moraré para
siempre.
«Lejos de un mundo de pecado y llanto, Con Dios eternamente moraré.»
¡Oh!, cálidas lágrimas brotan de mis ojos, el corazón se me hace demasiado grande para mi pecho,
y la cabeza se me va al solo pensamiento de:
«Jerusalén, mi hogar feliz,
Tu nombre es siempre dulce para mí».
¡Oh!, cuán deleitosa escena allende las nubes; placenteros prados de delicados pastos y ríos de
delicia. ¿No son éstas grandes cosas? Pobre alma no regenerada: la Biblia dice que, si estás
perdido, lo estás para siempre; que si mueres sin Cristo y sin Dios, no hay esperanza para ti; que
hay un lugar donde leerás en letras de fuego: “Sabías tu obligación, pero no la cumpliste”. Serás
echado de su presencia con un: “Apártate de mí”. ¿No son grandes estas cosas? Señores, tanto
como el cielo es deseable y el infierno aborrecible, el tiempo breve y la eternidad infinita, el alma No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 9
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
preciosa, el castigo eludido y el cielo buscado, tanto como Dios es eterno y sus palabras ciertas,
estas cosas son grandes; son cosas que debéis escuchar.
Nuestro último punto a considerar es: EL TRATO QUE LA POBRE BIBLIA RECIBE EN
ESTE MUNDO. La Biblia es tenida como cosa ajena. ¿Qué quiere decir esto? En primer lugar,
que es completamente ajena a muchas personas porque nunca la han leído. Recuerdo que,
leyendo en cierta ocasión el pasaje de David y Goliat, como me oyera una persona más bien
entrada en años, me dijo: “¡Dios mío! Qué historia tan interesante; ¿en que libro está?” También
me viene a la memoria otra persona que, hablando conmigo, expresaba cuán profundo era su
sentimiento, ya que tenía enormes deseos de servir al Señor, pero encontraba otra ley en sus
miembros. Abrí la Biblia y le leí en Romanos: “Porque no hago el bien que quiero; mas el mal
que no quiero, éste hago”. “¿Está esto en la Biblia?”, dijo ella, “pues no lo sabía.” No la censuré
por su falta de interés por este libro, pero me pareció imposible poder hallar personas que
ignorasen tal pasaje de la Escritura. Sabéis más del libro Mayor de vuestros negocios que de la
Biblia, más de vuestro diario particular que de lo que Dios ha escrito. Muchos leeréis novelas de
cabo a rabo, y, ¿qué provecho sacáis de ello? Alimentaros con pompas de jabón. Pero no podéis
leer la Biblia; este manjar sólido, perdurable, substancioso y que satisface, permanece intacto,
guardado en la alacena del abandono, mientras que todo cuanto escribe el hombre, el plato del día,
es ávidamente devorado. “Escribíle las grandezas de mi ley, y fueron tenidas por cosas ajenas.”
Tengo una dura acusación contra vosotros: No leéis la Biblia. Podéis decir, quizás, que no debo
inculparos de tal cosa; pero más vale tener una mala opinión de vosotros, que no una demasiado
buena. Algunos nunca la habéis leído entera, y vuestro corazón os dice que mis palabras son
ciertas. No sois lectores de la Biblia. Tenéis una en vuestra casa, ya lo se, ¿o creéis que os
considero tan paganos?; pero, ¿cuanto hace que no la habéis leído? ¿Cómo sabéis que las gafas
que perdisteis hace tres años no están en el mismo cajón que ella? Muchos no habéis leído una
sola página desde hace tiempo, y Dios puede decir de vosotros: “Escribíle las grandezas de mi ley,
y fueron tenidas por cosas ajenas”.
Hay otros que leen la Biblia, pero dicen que es terriblemente árida. Aquel joven de allá opina que
es una “lata”; ésta es la palabra con que la describe, y nos cuenta su experiencia: “Mi madre me
dijo: “Cuando vayas a la ciudad lee un capítulo cada día”. Y yo por complacerla, se lo prometí.
Ojalá no lo hubiera hecho. Ni ayer ni anteayer leí una sola letra. Estuve muy ocupado, no pude
evitarlo”. No te gusta la Biblia, ¿verdad? “No, no hallo en ella nada que sea interesante.” ¡Ah!,
no hace mucho tiempo que a mí me ocurría igual que a ti; no encontraba nada en ella. ¿Sabéis por
qué? Porque los ciegos no pueden ver. Pero cuando el Espíritu tocó mis ojos, las escamas
cayeron de ellos y, al influjo del ungüento sanador, descubrí sus tesoros. Un pastor fue un día a
visitar a una señora ya anciana para llevarle el consuelo de algunas de las maravillosas promesas
de la Palabra de Dios. Buscando, encontró en la Biblia de ella, escrito al margen, una “P”, y
preguntó: “¿Qué significa esto?” “Esto quiere decir preciosa”, señor.” Poco más adelante
descubrió una “P” y una “E” juntas, y como volviese a preguntar su significado, ella le respondió
Esto, quiere decir “probada y experimentada”, porque yo la he probado y experimentado”. Si ésta
es vuestra experiencia, si la consideráis lo más preciado para vuestras almas, sois cristianos; pero
aquellos que desprecian la Biblia, “no tienen parte ni suerte en este negocio”. Si os parece árida,
peor os parecerá el infierno en el que estaréis vosotros al fin. Si no la deseáis más que vuestra
comida, no hay esperanza para vosotros, porque os falta la prueba más grande y evidente de
vuestra fe cristiana.
Pero, ¡ay!, no es esto lo peor. Hay personas que, además de despreciarla, odian la Biblia. Si
tenemos algunas entre estas paredes, seguramente se habrán dicho: “Vamos a ver lo que dice ese
joven predicador”. Pues bien, he aquí lo que os digo: “Mirad, oh menospreciadores, y entonteceos
y desvaneceos”. Os digo que “los malos serán trasladados al infierno, todas las gentes que se
olvidan de Dios”. Y que “en los postrimeros días vendrán burladores, andando según sus propias
concupiscencias.” Es más, si sois salvos, debéis encontrar vuestra salvación aquí. Por lo tanto, no
menospreciéis la Biblia: escudriñadla, leedla, venid a ella. Estad seguros, oh burladores, que
vuestras carcajadas no pueden alterar la verdad, ni vuestras burlas libraros de la perdición
inevitable. Si en vuestra temeridad hicierais alianza con la muerte y firmarais un pacto con el No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 10
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
infierno, aun así, veloz justicia os alcanzaría, y poderosa venganza os derribaría. En vano os
mofáis pues las verdades eternas son más poderosas que todos nuestros sofismas; no pueden
vuestros ingeniosos dichos trastornar la veracidad divina ni variar una sola palabra de este libro de
revelación. ¡Oh! ¿Por qué altercáis con vuestro mejor amigo y maltratáis vuestro único refugio?
Aun hay esperanza para el que se burla. Esperanza en la obra omnipotente del Espíritu Santo y en
la misericordia del Padre.
Una palabra más y termino. Amigo mío, el filósofo dice que esta muy bien el que yo exhorte a la
gente a leer la Biblia; pero que hay otras muchas ciencias más interesantes y útiles que la teología.
Muy agradecido, señor, por su opinión. ¿A qué ciencia se refiere usted? ¿A la de disecar
escarabajos y coleccionar mariposas? “No, ciertamente no es a ésa.” ¿A la de tomar muestras de
la tierra y hablarnos de sus diferentes estratos? “No, tampoco a esa precisamente.” ¿Qué ciencia,
pues? “Todas ellas en general son más importantes que la Biblia.” ¡Ah!, ésa será su opinión, y
habla de esa manera porque está lejos de Dios, pues la ciencia de Jesucristo es la más maravillosa
de todas. Que nadie deje la Biblia porque no sea un libro de enseñanza y sabiduría, porque lo es.
¿Queréis saber de astronomía? Ella os habla del Sol de Justicia y de la Estrella de Belén. ¿De
botánica? Sólo ella habla de plantas famosas como el Lirio de los Valles y la Rosa de Sarón. ¿De
geología y mineralogía? En ella encontraréis la Roca de los Siglos y la Piedrecita Blanca con un
nombre nuevo escrito, el cual ninguno conoce, sino aquel que lo recibe. ¿Queréis estudiar
historia? Aquí están los anales más antiguos del género humano. Cualquier ciencia que sea, venid
y buscadla en este libro. Vuestra ciencia está aquí. Venid, y bebed de esta plácida fuente de
conocimiento y sabiduría, y seréis enseñados para vida eterna. Sabios e ignorantes, niños y
hombres, los de blancos cabellos, jóvenes y muchachas, a vosotros hablo, os pido y suplico:
respetad la Biblia y escudriñadla, porque pensáis que en ella tenéis vida eterna, y ella es la que da
testimonio de Cristo.
He terminado. Vayamos a casa y pongamos por obra cuanto hemos oído. Conozco a una
señora que, al ser preguntado sobre lo que recordaba del sermón de su pastor, dijo: “No recuerdo
nada del mismo. Sólo se que dijo algo de pesos faltos y medidas fraudulentas, y que cuando
llegué a casa he de quemar mis medidas de grano.” Si quemáis también vuestras medidas, si os
acordáis de leer la Biblia, yo habré hablado suficiente. Quiera Dios, en su infinita misericordia,
poner en vuestras almas, cuando cojáis su Santo Libro, los rayos iluminadores del Sol de Justicia,
por la acción del siempre adorable Espíritu; de este modo, todo cuanto leáis será para vuestro
provecho y salvación.
Podemos decir de la Biblia que
Es el arca de Dios, donde ha ordenado
Su plan revelador; de tal manera
La gloria y el tormento están mostrados,
Que sabe el hombre el fin de su carrera,
Si no le da un sentido equivocado.
Es de la eternidad la Santa Guía;
No ha de faltarle vida perdurable
Al que, estudiando esta cartografía,
Se lanza por sus mares admirables,
Ni puede errar quien habla en su armonía.
Es el Libro de Dios: su vasta ciencia
Se vierte de sus hojas a raudales.
Es el Dios de los libros. La conciencia
Que como osada a mi expresión señale,
Ahogue en el silencio su creencia,
Mientras encuentra otra que la iguale». No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 11
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
II. EL GLORIOSO EVANGELIO
“Palabra fiel y digna de ser recibida de todos: que Cristo Jesús vino al
mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1
Timoteo 1:15).
Yo creo que el mensaje anunciado a los hombres por los siervos de Dios, debería ser llamado
siempre: “La carga del Señor”. Cuando los antiguos profetas aparecían enviados por su Dios, eran
tales las sentencias, amenazas y calamidades que tenían que anunciar, que sus rostros palidecían
por la tristeza, y sus corazones se deshacían dentro de ellos. Normalmente comenzaban sus
discursos proclamando: “La carga del Señor, la carga del Señor”. Pero nuestro mensaje no es un
mensaje aflictivo. No hay amenazas ni truenos en el tema del ministro del Evangelio. Todo es
misericordia, y el amor es la suma y substancia; amor inmerecido, amor para el más grande de los
pecadores. Pero, a pesar de ello, es una carga para nosotros. En lo que se refiere a su predicación,
es nuestro gozo y delicia el hacerlo; pero si hay alguno que sienta lo que yo en estos momentos,
reconocerá plenamente cuan difícil es anunciar el Evangelio. La desazón me invade ahora y mi
corazón esta turbado, no por lo que he de predicar, sino por como he de hacerlo. ¿Y si tan buen
mensaje se malograra a causa de tan mal embajador?, ¿Y si mis oyentes rechazaran esta palabra
fiel y digna de ser recibida de todos debido a mi falta de ardor en su predicación? Ciertamente, ¡el
solo pensarlo es suficiente para arrancar lágrimas de los ojos! Quiera Dios en su misericordia
evitar un fin tan desastroso, y asistirme en la predicación, para que Su Palabra se encomiende a sí
misma a la conciencia de cada hombre, y muchos de los que aquí estáis reunidos, que nunca
habéis buscado refugio en Jesús, por la sencilla predicación del mensaje divino seáis persuadidos a
venir, ver y probar que el Señor es bueno.
Este texto es de los que menos moverían el orgullo del hombre a seleccionarlo. Es tan simple
que quita toda posibilidad de lucimiento. Nuestro yo carnal suele decir: “No puedo predicar sobre
este texto, es demasiado claro; no tiene nada de misterio, no podré mostrar mi erudición. Su
mensaje es tan sencillo y lógico que casi preferiría no tenerlo que considerar; porque por mucho
que ensalce a Cristo, también humilla al hombre”. Así pues, no esperéis de mí esta mañana otra
cosa que no sea este texto, y explicado lo más simplemente posible.
Tenemos dos conceptos: primero, el mensaje del texto; y segundo, una doble recomendación
como apéndice del texto: “Palabra fiel y digna de ser recibida de todos”.
I. Primeramente, pues, EL MENSAJE DEL TEXTO: “Cristo Jesús vino al mundo para salvar
a los pecadores”. Y en esta declaración encontramos tres puntos principales: el Salvador, el
pecador y la salvación.
1. El Salvador. Es por este punto por donde debemos empezar al hablar de la religión
cristiana. La persona del Salvador es la piedra angular de nuestra esperanza, y en ella reside toda
la eficacia de nuestro evangelio. Si alguien nos predicara a un salvador que fuera un mero
hombre, sería indigno de nuestra esperanza, y la salvación así anunciada inadecuada a lo que
nosotros necesitamos. Si otro proclamara la salvación por un ángel, nuestros pecados son tan
pesados que una salvación angélica habría sido insuficiente y, por tanto, ese evangelio se
derrumbaría. De nuevo os repito que toda nuestra salvación descansa en la persona del Salvador.
Si Él no fuera poderoso, ni hubiera sido facultado para hacer la obra, lógicamente ésta no nos
serviría de nada y fracasaría en su objetivo. Pero, hermanos y amigos, cuando predicamos el
Evangelio, podemos hacerlo sin vacilar. Os mostraremos hoy a un Salvador que no tiene igual en
cielos y tierra. Tan amante, tan grande, tan poderoso y tan justamente apropiado a nuestras
necesidades, que es plenamente manifiesta su previsión desde la eternidad para saciar nuestros
más profundos deseos. Sabemos que Jesucristo, que vino al mundo para salvar a los pecadores,
era Dios, y que mucho antes de bajar a esta pobre tierra fue adorado por los ángeles como el Hijo
del Altísimo. Al predicaros al Salvador, queremos que sepáis que, aunque Él era el Hijo del No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 12
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
hombre, hueso de nuestro hueso, y carne de nuestra carne, era, además, el Eterno Hijo de Dios, en
quien habitaba toda la plenitud de la Divinidad. ¿Qué Salvador podemos desear que sea más
grande que el mismo Dios? ¿No tendrá poder para limpiar un alma el que formó los cielos?, ¿no
podrá librarla de la destrucción que ha de venir Aquel que al principio extendió las cortinas del
firmamento e hizo la tierra para que el hombre la habitara? Cuando os declaramos que Él es Dios,
manifestamos su omnipotencia y eternidad; y cuando estas dos cosas se conciertan, ¿qué será
imposible? Si Dios emprende una obra, no se malogrará; si acomete una empresa estad seguros de
su éxito. Así pues, al anunciamos al Salvador, aquel Jesús hombre y Dios, estamos plenamente
seguros de ofrecemos algo que e s digno de ser recibido de todos.
El nombre dado a Cristo nos sugiere algo que afecta a su persona. En nuestro texto se le llama
“Cristo Jesús”, que declarado es “el Ungido Salvador”. Y el Ungido Salvador “vino al mundo
para salvar a los pecadores”.
Párate, querida alma, y vuelve a leer esto otra vez: Él es el Ungido Salvador. Dios el Padre
ungió a Cristo para ser el Salvador de los hombres desde antes de la fundación del mundo y. por lo
tanto, cuando contemplo a mi Redentor bajando de los cielos para redimir al hombre de su pecado,
sé que ha venido enviado y facultado. La autoridad del Padre respalda su obra. De aquí que haya
dos cosas inmutables sobre las que nuestras almas pueden descansar: la persona de Cristo, divina
en sí misma, y la unción de lo alto como señal de la misión encomendada por Jehová su Padre.
¡Oh!, pecador, ¿qué más grande Salvador puedes necesitar que Aquel que fue ungido por Dios?
¿Qué más puedes requerir para tu rescate que el eterno Hijo de Dios, y la unción del Padre como
ratificación del pacto?
A pesar de todo lo dicho, no haremos descrito plenamente la persona del Redentor si no lo
consideramos también como hombre que era. Leemos que Él vino al mundo, pero no interpretamos esta venida de la misma manera en que otras veces anteriores nos habla de ella la
Escritura. Dice: “Descenderé ahora, y veré si han consumado su obra según el clamor que ha
venido hasta mí; y si no, lo sabré”. En efecto, Él está siempre aquí. Las salidas de Dios se echan
de ver de dos formas en el santuario: tanto en su providencia como en la naturaleza aparecen de un
modo visible. ¿No visita Dios la tierra cuando de la tempestad hace su carroza y cabalga sobre las
alas del viento? Pero la visitación de que habla nuestro texto es distinta de todas estas. Cristo
vino al mundo en la más perfecta y plena identificación con la naturaleza humana. ¡Oh!, pecador,
cuando predicamos a un Salvador Divino, quizá el nombre de Dios te sea tan terrible que te cueste
trabajo creer que ese Salvador ha sido hecho para ti. Pero oye de nuevo la vieja historia. Aunque
Cristo era el Hijo de Dios, dejó su más alto trono en la gloria para venir a humillarse en un
pesebre. Helo allí, pequeñito, recién nacido. Vedle crecer: cómo pasa de la niñez a la mocedad, y
de la mocedad a la plenitud de la vida. ¡Cómo se presenta ante el mundo para predicar y sufrir!
Vedle gemir bajo el yugo de la opresión despreciado y desechado; ¡”desfigurado de los hombres
su parecer, y su hermosura más que la de los hijos de los hombres”! ¡Contempladle en el huerto
sudando gota de sangre!, ¡vedle en casa de Pilato, con la espalda abierta en sangre!, ¡miradle
pendiente del sangriento madero!, ¡vedle morir en agonía tan intensa que la imaginación es
incapaz de apreciar y las palabras faltan para describir!, ¡helo ya en la tumba silenciosa! Pero,
¡contempladle al fin, rotos los lazos de la muerte, resucitar al tercer día, y subir luego a los cielos
“llevando cautiva la cautividad”! Pecador, ahora conoces quién es el Salvador, pues te ha sido
claramente manifestado. Aquel Jesús de Nazaret que murió en la cruz llevando su causa escrita
sobre su cabeza: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”, aquel hombre era el hijo de Dios, el
resplandor de la gloria del Padre, y la misma imagen de su substancia, engendrado por Él
(engendrado, no hecho), siendo consubstancial al Padre”. “El cual siendo en forma de Dios, no
estimó el ser igual a Dios, como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando
forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló
a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” ¡Oh!, si yo pudiera traerle
ante vosotros, si yo pudiera mostraros sus manos y su costado. si vosotros, como Tomas, pudierais
meter los dedos en la señal de los clavos y vuestra mano en su costado, esto y seguro que no
seríais incrédulos, sino fieles. Yo sé bien que si hay algo que pueda hacer creer a los hombres
bajo la mano del Santísimo Espíritu de Dios, este algo es una descripción real de la persona de No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 13
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
Cristo. Porque en este caso, ver es creer. Una verdadera visión de Cristo, una desnuda mirada
hacia Él, ciertamente engendrará fe en el alma. ¡Oh!, yo sé que si conocieseis a mi Señor, algunos
que ahora dudáis, tembláis y teméis, diríais: “Puedo confiar en Él- merece mi fe una persona tan
divina y tan humana al mismo tiempo, ordenada y ungida por Dios. Es digna de toda mi
confianza. Y aun más, si yo tuviese un centenar de almas, todas ellas podrían descansar en Él. Y
si yo fuese el culpable de todos los pecados de la humanidad, el colector y vertedero de toda la
infamia de este mundo, aun así seguiría confiando en Él porque tal Salvador puede salvar
eternamente a los que por Él se allegan a Dios”. Ésta es, pues, amados, la persona del Salvador.
2. He aquí el segundo punto, el pecador Si nunca antes de ahora hubiésemos oído este pasaje,
o alguno de similar significación creo que el más expectante e intenso silencio reinaría en este
local, cuando yo, por vez primera, comenzara a verter el texto en vuestros oídos: “Palabra fiel y
digna de ser recibida de todos, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar... “¡Cómo adelantaríais
ansiosamente vuestras cabezas, taladraríais mis labios con vuestra mirada, y pondríais las manos
como pantalla en vuestros oídos para no perder ni una sílaba del nombre de la persona por quien el
Salvador murió! Cada corazón diría: ¿A quién tendría a salvar? Si nunca anteriormente
hubiésemos oído este mensaje, ¡cómo palpitarían nuestros corazones ante la posibilidad de que las
condiciones exigidas fueran tales que nosotros no pudiéramos alcanzarlas! Pero, ¡Oh!, cuán dulce
y consolador es oír aquella palabra que nos habla del carácter de los que Cristo vino a salvar: “El
vino al mundo para salvar a los pecadores”. Monarcas y príncipes, sabed que no os ha escogido
sólo a vosotros para ser objeto de su amor, pues que también los mendigos y los pobres gustaran
su gracia. Vosotros, hombres instruidos, maestros de Israel, sabed que Cristo no dijo que viniera
especialmente para salvaros a vosotros, sino que también el iletrado campesino será bien venido a
su gracia. Y tú, judío, con todo tu rancio linaje, no serás más justificado que el gentil. Y vosotros
también, compatriotas míos, con toda vuestra civilización y libertad, Cristo no dijo que viniera
para salvaros a vosotros, Él no os nombró como objeto distinguido de su amor; no, ni tampoco
hizo diferencia de vosotros, los que hacéis buenas obras, y os tenéis por santos entre los demás. El
único título, tan largo y ancho como la humanidad misma, es simplemente éste: “Jesucristo vino al
mundo para salvar a los pecadores”. Ahora bien, cuando leemos esto debemos interpretarlo en un
sentido general, es decir, que todos aquellos a quienes Jesús vino a salvar son pecadores; mas si
alguno tratara de deducir de esta declaración que él es salvo, debemos presentarle la cuestión
desde otro punto de vista. Consideremos, pues, el sentido general de la declaración: “Jesucristo
vino al mundo para salvar a los pecadores”. Aquellos que Cristo vino a salvar son pecadores por
naturaleza, nada más y nada menos que pecadores. Yo he dicho frecuentemente que Cristo vino a
salvar pecadores conscientes, y así es en realidad; pero estos pecadores no tenían consciencia de
su pecado cuando Él vino a ellos, sino que estaban completamente “muertos en delitos y pecados”.
Es una idea muy extendida la de que nosotros debemos predicar que Cristo murió para salvar a lo
que se llama pecadores sensibles. Eso es verdad; pero ellos no eran sensibles cuando Cristo vino a
salvarles. Fue Él quien, por el efecto de su muerte, les dio la sensibilidad y el conocimiento del
pecado. Aquellos por quienes Él murió se nos describen como pecadores, pura y simplemente
como pecadores, sin ningún paliativo que excuse la grandeza de su pecado, ni consideración a los
méritos o bondades que pudieran distinguirles del resto de sus semejantes. ¡Pecadores! Esta
palabra abarca a todas las clases sin distinción. Hay algunos que parecen tener pocos pecados.
Formados religiosamente y educados en la moral, no han caído en lo profundo de la iniquidad, y
se contentan con bordear las orillas del vicio -no se han hundido en el abismo- Mas Cristo ha
muerto también por tal clase de personas, y muchos de estos han sido hechos cercanos para
conocerle y amarle. Que no crea nadie que por ser menos pecador que otro hay menos esperanzas
de salvación para él. Es verdaderamente chocante la forma de hablar de algunos: “Si yo hubiera
sido un blasfemo”, dicen, “o un difamador, tendría más esperanza; pero como el mundo me
considera bueno, a pesar de que yo me reconozco un gran pecador, me cuesta trabajo creer que
estoy incluido”. ¡Oh!, no hables así. El texto dice: “Pecadores”. Y si tú te tienes en esta
consideración, tanto si eres de los más grandes como si eres de los más pequeños, estás incluido; y
la verdad afirma que aquellos que Jesús vino a salvar fueron pecadores antes que otra cosa; así No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 14
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
pues, siéndolo tú, no hay motivo para creer que hayas sido excluido. Cristo murió para salvar a
pecadores de la más encontrada condición. Hay personas a las que no nos atreveríamos a
describir; sería vergonzoso hablar de las cosas que han llegado a hacer en privado. Han inventado
tales vicios que ni el mismo diablo los conocía hasta que ellos mismos se los enseñaron. Ha
habido seres tan bestiales, que los mismos perros serían honorables criaturas a su lado. Hemos
oído de hombres cuyos crímenes han sido más diabólicos y detestables que cualquier obra
atribuida al mismo Satán. Pero a pesar de ello, mi texto no los excluye. ¿No nos hemos
encontrado con blasfemos tan profanos que no han podido abrir la boca sin proferir un juramento?
La blasfemia, que al principio les pareció algo terrible, ha llegado a serles tan normal que se
maldecirían a sí mismos antes de decir una oración, y prorrumpirían en maldiciones antes de
cantar alabanzas a Dios; se ha convertido en parte de su comida y bebida, y lo encuentran tan
natural que su misma maldad y perversidad no les impresiona, abundando en ella cada vez más.
Se deleitan en conocer la ley de Dios por el mero hecho de poderla quebrantar. Habladles de un
nuevo vicio, y les haréis un favor. Son como aquel emperador romano, que no podía recibir mejor
placer de los zánganos que le rodeaban que el de la invención de un nuevo crimen; hombres que se
han sumergido hasta la medula en la infernal laguna estigia del pecador; hombres que, no
contentos con manchar sus pies en el fango, han levantado la tapadera de la trampa con la que
todos cubrimos nuestra depravación y se han zambullido en la ciénaga, gozándose en la
inmundicia de la iniquidad humana. Pero aun estos quedan incluidos en el texto. Muchos de ellos
serán lavados con la sangre de Jesús, y hechos partícipes del amor del Salvador.
Tampoco hace el texto distinción por la edad de los pecadores. Veo a muchos de los que estáis
aquí, cuyos cabellos, si fuesen como su condición, serían de un color muy diferente del que son
ahora; os habéis emblanquecido por fuera, pero vuestro interior esta negro por el pecado. Habéis
amontonado capa tras capa de delitos, y, ahora, si excavásemos a través de esos depósitos de
tantos años, descubriríamos pétreos residuos de los pecados de vuestra juventud, escondidos en lo
más profundo de vuestros rocosos corazones. Donde una vez hubo ternura, sólo hay sequedad y
dureza. Habéis ido muy lejos en el pecado. Y si ahora os convirtieseis, ¿no sería ello una
maravilla de la gracia? Porque ¡cuán difícil es enderezar el viejo roble! Lo que ha crecido tan
robusto y vigoroso, ¿podrá ser enderezado? ¿Podrá el Gran Labrador recuperarlo? ¿Podrá injertar
algo en tan viejo y rugoso tronco para que lleve frutos celestiales? Sí que podrá, porque el texto
no menciona la edad para nada, y muchos, en los últimos años de su senectud, han probado el
amor de Jesús. “Pero”, dirá alguno, “mis transgresiones no han sido como las de los demás. Yo
he pecado contra la luz y el conocimiento. He pisoteado las oraciones de una madre y despreciado
las lágrimas de un padre. Los consejos que se me dieron fueron desoídos. Mi lecho de enfermo
ha sido la reprensión de Dios para mi. Mis propósitos han sido tan numerosos como su olvido.
Para mis culpas no hay medida. Mis más pequeños delitos son más grandes que las iniquidades
más terribles de los hombres, porque yo he pecado contra la luz, contra los remordimientos de
conciencia y contra todo lo que debería haberme guiado a ser mejor.” Muy bien, amigo mío, pero
yo no veo que nada de eso te excluya; el texto no hace distinción alguna, pues solamente dice:
¡“Pecadores”! Y si el texto dice eso, no hay limitación de ninguna clase y yo tengo que ofrecerlo
con la amplitud con que el mismo se ofrece; incluso para ti hay sitio. Dice: “Cristo Jesús vino al
mundo para salvar a los pecadores”. Ha habido muchos hombres en tus mismas condiciones que
han sido salvados; ¿por qué, pues, no has de serio tú? Muchos de los más grandes canallas, de los
más viles ladrones y de las más viciosas prostitutas, han sido salvados. Pecadores de cien años de
edad han sido salvados -tenemos casos que os podríamos citar-; entonces, ¿por qué tú no podrás?
Y si de uno de los ejemplos que Dios nos muestra podemos sacar una norma, y, más aun, teniendo
su propia Palabra que nos da testimonio, ¿dónde está el hombre que sea tan impíamente arrogante
como para excluirse a sí mismo y cerrarse voluntariamente la puerta de la gracia en su misma
cara? No, amados, el texto dice “Pecador”; y si es así, ¿por qué no nos ha de incluir a ti y a mí en
su declaración? “Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores.”
Pero, como dijimos antes, y debo volver sobre ello, si hay alguien que intenta hacer una aplicación
particular de este texto a su propio caso, ha de considerarlo bajo otro punto de vista. No todos los
que estáis aquí podéis deducir que Cristo vino a salvaros. Es cierto que Él vino para salvar a los No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 15
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
que fuesen pecadores; pero Cristo no salvará a todos, ya que hay muchos que se condenarán
indudablemente por rechazarle. Para aquellos que le desprecian, para los que no se arrepienten,
para los que no quieren saber nada de Sus caminos ni de Su amor, para los que se amparan en su
propia justicia, para los que no vienen a Él; para estos, para tales pecadores, no hay promesa de
misericordia, porque no hay otro camino de salvación fuera de Él. Despreciad a Cristo, y
despreciaréis vuestra propia misericordia. Apartaos de Él, y daréis pruebas de que su sangre no
tiene valor alguno para vosotros. Despreciadle, morid en vuestro desprecio, morid sin entregar
vuestras almas en sus manos, y habréis dado la más terrible prueba de que la sangre de Cristo, a
pesar de ser poderosa, nunca os ha sido aplicada, nunca ha sido derramada sobre vuestros
corazones para que borrara vuestros pecados. Así pues, si yo quiero saber si Cristo murió por mí,
para creer en El y considerarme salvo, debo responderme antes esta pregunta: ¿Siento hoy que soy
un pecador? ¿Puedo contestar que sí, no como un mero formulismo, sino porque en realidad es mi
convicción? ¿Está escrito en lo más profundo de mi alma con grandes caracteres de fuego que yo
soy un pecador? Entonces, si es así, Cristo murió por mí; estoy incluido en su especial propósito.
El pacto de gracia asentó mi nombre en los eternos rollos de la eterna elección; mi nombre está
anotado allá, y sin duda alguna seré salvo si, sintiéndome ahora como un perdido pecador,
descanso en tan sencilla verdad, creyendo y confiando que ella será el ancla de mi salvación en
todo tiempo de dificultad. Acércate, amigo y hermano, ¿no estás preparado para creer en Él? ¿No
hay muchos de vosotros capaces de declararse pecadores? ¡Oh!, yo os suplico, quienesquiera que
seáis, que creáis esta gran verdad digna de ser recibida de todos: Cristo Jesús vino a salvarnos. Yo
sé vuestras dudas, conozco vuestros temores, porque ambas cosas las he sufrido en mi carne; y la
única manera por la que yo puedo mantener viva mi esperanza es ésta:
“Cada día me acerco a la cruz,
Y creo que en la hora de mi muerte
Sólo habrá esta esperanza que me aliente:
Nada traigo en mis manos a tu luz,
Sólo vengo a abrazarme a tu cruz».
Y mi única razón para creer en esta hora que Jesucristo es mi Redentor es que yo sé que soy un
pecador. Esto siento y por esto lloro; y cuando yo esté ahogado por la pena, y Satanás me diga
que no puedo ser del Señor, sacaré de mis lágrimas la consoladora conclusión de que, puesto que
Cristo ha hecho que me sienta perdido, nunca hubiera despertado en mi ese sentimiento si no fuera
para salvarme, y si me ha hecho ver que yo pertenezco a la clase numerosa de aquellos que Él vino
a salvar, puedo creer, sin lugar a dudas, que Él me salvara. ¡Oh!, ¿podéis vosotros sentir lo mismo,
pecadores abatidos, cansados y tristes, almas desilusionadas para quienes el mundo se ha tornado
en algo vano y sin sentido? A vosotros, espíritus afligidos, que habéis gozado de todos los
placeres y ahora estáis exhaustos por el hastío, o incluso por la enfermedad, que anheláis ser
liberados de todo ello; ¡oh!, vosotros que buscáis algo mejor que lo que este frenético mundo
jamás os pueda ofrecer, a vosotros os predico el bendito Evangelio del bendito Dios: Jesucristo, el
Hijo de Dios, nacido de la virgen María, sufrió bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado,
muerto y sepultado, y resucitó al tercer día para salvaros a vosotros; si, aun a vosotros, porque Él
vino al mundo para salvar a los pecadores.
3. Ahora, muy brevemente, consideraremos el tercer punto: ¿Qué quiere decir salvar a los
pecadores? “Cristo vino al mundo para salvar a los pecadores”. Hermanos, si queréis contemplar
un cuadro que os muestre lo que quiere decir ser salvo, permitidme que os lo describa.
Considerad un pobre miserable que durante muchos años ha vivido sumido en los más grandes
pecados; tanto se ha endurecido, que antes podría el etíope cambiar su piel que el hacer el bien.
La borrachera, el vicio y el desenfreno, han echado sobre él sus redes de hierro, convirtiéndole en
un ser tan repugnante que es imposible que pueda librarse de su corrompida depravación. ¿Podéis
haceros la idea? Vedle cómo corre veloz a su propia destrucción. Desde su infancia a su
juventud, desde su juventud hasta su madurez, no ha cesado de pecar, y así se acerca a su último No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 16
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
día. La boca del infierno se va ensanchando delante de sus pasos, iluminando su rostro con el
terrible fulgor de sus llamas; pero él no se da cuenta: continúa en su impiedad, despreciando a
Dios y aborreciendo su propia salvación. Dejémosle allí. Unos cuantos años han pasado, y ahora
escuchad otra historia. ¿Veis aquel espíritu de allá, el más insigne de todos los distinguidos, el que
más dulcemente canta alabanza a Dios? ¿Veis sus ropas blancas, señal de su pureza? ¿Veis cómo
arroja su corona a los pies de Jesús reconociéndole como Señor de todo? ¡Escuchad! ¿No le oís
cantar la más dulce canción que jamás embelesara el Paraíso? Deleitaos con su letra:
«De los pecadores yo soy el primero, Mas por mi Cristo murió en el madero».
“Al que nos amó y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre; a Él sea gloria y
magnificencia, imperio y potencia, ahora y en todos los siglos.” ¿Y de quién es esa canción que así
rivaliza con las melodías de los serafines? De la misma persona que no hace muchos años estaba
tan terriblemente depravada, ¡de aquel mismo hombre! Porque ahora ha sido lavado, ha sido
santificado, ha sido justificado. Si me preguntáis, pues, que se entiende por salvación, os diré que
aquello que cubre la distancia que media entre aquel pobre desperdicio de la humanidad, y aquel
espíritu en las alturas cantando alabanzas a Dios. Eso es ser salvo: el tener nuestros viejos
pensamientos convertidos en otros nuevos; el dejar nuestra vieja manera de vivir, y cambiarla por
una vida nueva; el tener nuestros pecados perdonados, y recibir la justicia imputada; el tener paz
en la conciencia, paz con los hombres y paz con Dios; el tener ceñidos los lomos con la blanca
vestidura de la justificación, y el estar nosotros mismos purificados y limpios. Ser salvo es ser
rescatado de la vorágine de perdición, ser alzado hasta el trono del cielo, ser librado de la ira, de la
maldición y de las amenazas de un Dios airado, y ser traído a probar y gustar el amor, la
complacencia, y el aplauso de Jehová nuestro Padre y Amigo. Y todo esto como dádiva de Cristo
a los pecadores. Cuando predico este sencillo evangelio, no tengo nada que ver con aquellos que
no se llaman a sí mismos pecadores. Si queréis ser canonizados, vindicando vuestra devota y
propia perfección, este mensaje que yo anuncio no es para vosotros. Mi evangelio es para los
pecadores; y toda esta salvación, tan grande y sublime, tan inefablemente preciosa y eternamente
segura, es proclamada hoy a los parias, a los desechados de la sociedad; en una palabra: a los
pecadores.
Así pues, creo haber anunciado la verdad del texto. Y ciertamente nadie podrá tergiversar mis
palabras, a menos que lo haga intencionadamente: "Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores”.
II. Y ahora tengo poco que hacer, a pesar de que me queda la parte más difícil: LA DOBLE
RECOMENDACION del texto. Primeramente, “es palabra fiel”; recomendación para el que
duda. En segundo lugar, “digna de ser recibida de todos”; recomendación para el indiferente, y
aun para el preocupado.
1. Comenzaremos, pues, por la recomendación dirigida al que duda: “palabra fiel”. ¡Oh!, el
diablo, tan pronto como encuentra hombres que están bajo el sonido de la Palabra de Dios, se
introduce por entre la gente para susurrar a los corazones: “¡No lo creas!” “¡Ríete de eso!” “¡Fuera
con ello!” Y cuando descubre una persona para quien el mensaje ha sido destinado -persona que se
siente pecadora- arrecia con doble fuerza en sus ataques, para impedirle de cualquier manera que
crea. Yo sé que Satanás te está diciendo, pobre amigo: “No lo creas; es demasiado bueno para ser
verdad”. Pero déjame que le responda yo con la misma Palabra de Dios: “es palabra fiel". Es
buena, y tan cierta como buena. Sería demasiado buena para ser verdad, si Dios no la hubiera
dicho; pero puesto que la dijo, no es demasiado buena para ser verdad. Y yo te diré por qué la
juzgas así: porque mides el grano de Dios con tu propio almud. Ten a bien recordar que sus pensamientos no son tus pensamientos, ni sus caminos tus caminos; porque como son más altos los
cielos que la tierra, así son sus caminos más altos que tus caminos, y sus pensamientos más que
tus pensamientos. Tú crees que si un hombre te ofendiera, jamás podrías perdonarle; ¡ah!, amigo,
pero Dios no es hombre: Él perdona donde tú eres incapaz de hacerlo, y perdona setenta veces No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 17
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
siete donde tú asirías a tu hermano por el cuello. Tú no conoces a Jesús, o de otro modo creerías
en Él. Honramos a Dios cuando reconocemos la inmensidad de nuestro pecado; pero si al mismo
tiempo que reconocemos esta enormidad la consideramos más grande que Su gracia, le estamos
deshonrando. La gracia de Dios es más grande que el más grande de nuestros crímenes. Él sólo ha
hecho una excepción, y el penitente no puede estar incluido en ella. Así pues, yo te ruego que
tengas mejor opinión de Dios que la que tienes. Cree en su infinita bondad y virtud; y cuando
sepas que ésta es palabra fiel, tengo confianza en que arrojarás a Satanás de tu lado, y no la
considerarás demasiado buena para ser verdad. También sé lo que te dirá la próxima vez: “De
acuerdo; esa palabra es verdad, pero no para ti. Es cierta para todo el mundo, menos para ti. Sí,
ya sé, Cristo murió para salvar a los pecadores, y tú lo eres; pero no estás incluido.” Llamad a
Satanás mentiroso en su misma cara. No hay otra forma de responderle si no es con este lenguaje
directo y claro. Nosotros no creemos en la individualidad de la existencia del diablo como creía
Martín Lutero. Cuando el Maligno venía a él, lo trataba de la misma manera que a otros
impostores: echándolo a la calle con palabra dura y apropiada. Dile tú también, con la autoridad
del mismo Cristo, que es un mentiroso. Jesucristo dice que vino para salvar a los pecadores, y el
diablo trata de desmentirle. Virtualmente lo niega cuando dice que no vino para ti, a pesar de que
tú te sientes pecador. Llámalo embustero y envíalo a paseo. De todos modos, nunca compares su
testimonio con el de Cristo. Jesús te mira hoy desde la cruz del Calvario con aquellos mismos
ojos anegados en lágrimas que lloraron sobre Jerusalén. Él os ve, hermana y hermano mío, y os
dice por mi boca: “Yo vine al mundo para salvar a los pecadores”. ¡Pecador!, ¿no creerás en su
palabra y confiarás tu alma en sus manos? Ojalá digas: “Dulce Señor Jesús, Tú serás mi confianza
desde ahora en adelante. Por ti todas mis esperanzas desprecio, y sólo Tú por siempre serás mío”.
Acércate, pobre tímido, y yo trataré de devolverte la confianza repitiendo una vez más este texto:
“Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores”. Es palabra fiel, y no puedo consentir que
la rechaces. Alegas que no puedes creerla, pero respóndeme: “¿Crees en la Biblia?” “Sí”, dices,
“cada una de sus palabras.” Entonces, ésta es una de ellas: “Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores”. Si dices que crees en la Biblia -apelo a tu sinceridad-, cree en esto también, pues que
en ella está. ¿Crees a Cristo? Vamos, respóndeme. ¿Tú crees que miente? ¿Se rebajaría un Dios
de verdad hasta el engaño? “No”, dices, “creo todo cuanto Dios declara.” Pues es Él mismo quien
dice esto en su propio libro. Él murió para salvar a los pecadores. Respóndeme una vez más. ¿No
crees en los hechos? ¿No se levantó Cristo de los muertos? ¿No prueba eso que su Evangelio es
auténtico? Si, pues, el Evangelio es auténtico, todo cuanto Cristo declara como su Evangelio, ha
de ser cierto. Yo apelo a ti que, si crees en su resurrección, creas también que murió por los
pecadores, y confíes en esta verdad. Una vez más: ¿Negarás tú el testimonio de todos los santos
de cielos y tierra? Pregunta a cada uno de ellos y te responderán que esta palabra es fiel: Él murió
para salvar a los pecadores. Yo, como uno de los más pequeños de sus siervos, debo aportar
también mi testimonio. Cuando Jesús vino a salvarme, he de decirlo, no encontró nada bueno en
mí. Yo sé con plena certeza que no había nada que pudiera recomendarme a Cristo; y si me amó
fue porque así le plugo, pues no había en mí nada deseable ni digno de afecto. Lo que soy, lo soy
por su gracia: Él lo hizo todo. Sólo un pecador encontró en mí, y su propio y soberano amor es la
única razón de mi elección. Pregunta a todo el pueblo de Dios, que todos te responderán lo
mismo.
Quizá digas que eres un gran pecador; pero no eres más que fueron algunos que ahora están en el
cielo. Si te crees el más grande de los pecadores que jamás existió, sabe que estás equivocado. El
más grande de ellos vivió hace muchos años, y fue al cielo. Mi texto dice: “De los cuales yo soy el
primero”. Así puedes ver cómo el más grande ha sido salvado antes que tú; y si el primero ha sido
salvado, ¿por qué no has de serio tú? Imaginaos a todos los pecadores colocados en orden, y
contemplad cómo de repente sale uno de la fila gritando: “Abridme paso, abridme paso; tengo que
ponerme a la cabeza; yo soy el primero de todos los pecadores; dadme el lugar más ruin, y
dejadme ocupar el sitio más despreciable.” “No”, grita otro, “tú no; yo soy más gran pecador que
tú.” Entonces, el apóstol Pablo se adelanta y dice: “Os reto a todos; a vosotros también,
Magdalena y Manasés. A mí me corresponde ocupar el lugar más bajo y ruin. Yo he sido
blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia para que en mí, el primero, No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 18
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
mostrase Dios toda su clemencia.” Ahora pues, si Cristo ha salvado al más grande de los
pecadores que jamás hubo, ¡oh!, pecador, por grande que puedas ser, no podrás superar al más
grande de todos, y Él es poderoso para salvarte. Oh, te suplico por las miríadas de testigos que
están alrededor del trono y por los miles que están en la tierra; por Cristo Jesús, el testigo del
Calvario; por la sangre del esparcimiento que aún presta su testimonio; por el mismo Dios; por su
Palabra fiel, que creas esta palabra: “Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores”.
2. Y ahora, para finalizar, vamos a considerar la recomendación que el texto hace a
los indiferentes, y aun a los preocupados. Este texto es digno de toda aceptación para el
indiferente. ¡Oh!, hombre que te mofas de estas palabras, he visto un gesto de burla y desprecio en
tus labios. No ha sido bien dicha esta historia, y por lo tanto haces escarnio de ella, diciendo en tu
corazón ¿Qué me importa a mí todo eso? Si esto es todo cuanto este hombre tiene que decir, me
trae sin cuidado el escucharle; y si el Evangelio no es más que esto, el Evangelio no es nada”. Ah,
amigo; el Evangelio es algo, aunque tú no lo sepas. Es digno de que lo recibas. Lo que yo he
predicado, a pesar de ser pobre la forma en que ha sido presentado, es muy digno de tu atención.
Podría hablarte el orador más grande de la tierra, pero jamás tendría un tema más sublime que el
mío. Si Demóstenes, o el mismo Cicerón, estuvieran aquí, no podrían hablarte de tema más
importante. O, si por el contrario, fuese un niño el que lo anunciara, no habría que considerar su
poca elocuencia, sino la excelencia de lo que anuncia. Amigo, no es tu casa la que esta en peligro,
ni tu cuerpo solamente, sino tu alma. Yo te suplico por la eternidad, por sus horribles terrores, por
los espantos del infierno, por la tremenda palabra: “Eternidad”; te suplico como amigo, como
hermano, como uno que te ama y que gustosamente quisiera arrebatarte de las llamas, que no
desprecies la misericordia, porque esto es digno de tu más cordial aceptación. ¿Eres sabio? Esto
es más digno que toda tu sabiduría. ¿Eres rico? Esto es mejor que toda tu fortuna. ¿Eres famoso?
Esto es mejor que toda tu fama. ¿Eres noble? Esto es más digno que toda tu alcurnia y que todo tu
rancio abolengo. Lo que yo predico es lo más digno que existe bajo el cielo, porque cuando todo
haya fenecido, permanecerá contigo para siempre; estará cerca de ti cuando tengas que quedarte
solo. En la hora de la muerte responderá por ti cuando tengas que acudir a la cita de la justicia del
tribunal de Dios, y será tu eterna consolación por los siglos de los siglos. Es digno de ser recibido
por ti.
Y ahora, ¿estás preocupado?, ¿está tu corazón triste? Quizá te dices: “Yo quisiera ser salvo, pero,
¿puedo confiar en este Evangelio?, ¿es lo suficiente recio como para soportarme a mí? Yo soy un
pecador cuyas transgresiones sobrepujan todo conocimiento, ¿no se desmoronarán sus pilares
como terrones de azúcar bajo el peso de mi pecado? Yo soy el primero de los pecadores, ¿serán
sus pórticos lo suficientemente anchos como para que pueda entrar? Mi espíritu está enfermo por
el pecado, ¿podrá curarlo esta medicina?” Sí, es digno de ti: es útil para tu enfermedad, para tus
necesidades; es completamente suficiente para todas tus exigencias. Si yo tuviese que predicar un
pseudoevangelio, o un evangelio incompleto, no podría anunciarlo con vehemencia y celo; pero lo
que yo predico es digno de ser recibido de todos. “Pero señor, si yo he sido un ladrón, un
fornicario, un borracho...” Es digno para ti, porque Él vino para salvar a los pecadores, y tú eres
uno de ellos. “Pero señor, si he sido un blasfemo.” Tampoco tu quedas excluido; es digno de ser
recibido por todos. Pero notad: es digno de toda la aceptación que podáis concederle. Aceptadlo,
no solamente en la mente, sino en el corazón; podéis apretarlo contra vuestra alma y considerarlo
vuestro todo en todo; podéis alimentamos de él, vivir en él. Y si vivís para él, si sufrís por él, si
morís por él, él es digno de todo.
Debo dejaros marchar ya, pero mi espíritu siente como si debiera reteneros aquí. Sorprendente
cosa es que, cuando vuestro ministro se preocupa por vosotros, haya tantos a los que no os importe
lo más mínimo el porvenir de vuestra alma. ¿Qué me va a mí que los hombres se pierdan o se
salven? ¿Me va a beneficiar a mí vuestra salvación? Ciertamente no. Pero a pesar de todo, mi
sufrimiento por vosotros, por muchos de vosotros, es más grande que vuestra propia compasión.
¡Oh!, singular endurecimiento del corazón, que el hombre no se preocupe de su propia salvación,
que rechace sin pensarlo siquiera la más preciosa verdad. Detente, pecador, detente antes de que
te alejes de tu propia compasión -detente una vez más-; quizá sea ésta tu última amonestación, o
peor aun, el último aviso que jamás volverás a experimentar. Lo sientes ahora. ¡Oh!, te suplico No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 19
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
que no apagues el Espíritu. No salgas de este lugar con el ánimo dispuesto a recorrer el camino de
tu casa en despreocupada charla. No salgas de aquí para olvidar la clase de hombre que eres, sino
date prisa en llegar a tu hogar, éntrate en tu cuarto, cierra la puerta, cae sobre tu rostro al lado de tu
cama, confiesa tu pecado, clama a Jesús, dile que eres un perdido miserable sin su gracia soberana,
cuéntale que has oído esta mañana que El vino al mundo para salvar a los pecadores, y que ante
tanto amor, las armas de tu rebelión han sido depuestas y anhelas ser suyo. Y allí, en su presencia,
súplicale y dile “Señor, sálvame o perezco”.
El Señor os bendiga a todos por Cristo Jesús. Amén. No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 20
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
III. PREDICAD EL EVANGELIO
«Pues bien que anuncio el Evangelio, no tengo por qué gloriarme, porque
me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (I
Corintios 9:16).
El hombre más grande de los tiempos apostólicos fue el apóstol Pablo: siempre grande en todo.
Si se le considera como pecador, lo era en gran manera; si lo contemplamos como perseguidor,
vemos que llevaba a cabo su labor con extraordinario celo, acosando a los cristianos hasta por
ciudades extranjeras; si lo miramos desde el punto de vista de su conversión, ésta fue la más
notable que hayamos podido leer, realizada por un poder milagroso y por la voz del mismo Jesús
hablándole desde el cielo -“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”-. Si lo observamos
simplemente como cristiano, era un creyente excepcional; amaba a su Maestro más que los demás,
y más que otros buscaba reflejar en su vida la gracia de Dios. Pero donde lo admiramos
destacando como un ser preeminente es en su tarea de apóstol, de príncipe de los predicadores de
la Palabra, y predicador de reyes, porque proclamo la Verdad ante Agripa y Nerón, y compareció
ante emperadores y monarcas a causa del nombre de Cristo. La característica de Pablo era que lo
hacía todo poniendo en ello todo su corazón. Era de esa clase de hombres incapaces de permitir
descanso a la mano izquierda mientras que la derecha trabaja: la plenitud de sus energías eran
empleadas en cada una de sus obras; cada músculo, cada nervio de su ser era forzado a tomar parte
en su tarea, ya fuera mala o buena. Por ello, Pablo podía hablar con experiencia de cuanto
concernía a su ministerio, porque era el mayor de todos los ministros. No hay insensatez en su
palabra, todo sale de las profundidades de su alma. Podemos estar seguros de que su mano era
firme y decidida cuando escribió lo siguiente: “Pues bien que anuncio el Evangelio, no tengo por
qué gloriarme, porque me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciara el Evangelio!”
Ahora bien, creo que estas palabras de Pablo pueden ser aplicadas a muchos ministros de nuestros
días, a todos aquellos que son llamados y especialmente dirigidos por el impulso interior del
Espíritu Santo a ser siervos del Evangelio. Esta mañana, al tratar de considerar este versículo, nos
haremos tres preguntas. La primera: ¿Qué es predicar el Evangelio? La segunda: ¿Por qué no
tiene el ministro nada de qué gloriarse? Y la tercera: ¿Cuál es esa necesidad y ese ¡ay de mí! que
dice la Escritura: “Me es impuesta necesidad; y ¡ay de mísi no anunciara el Evangelio!”?
I. La primera interrogación es: ¿QUÉ ES PREDICAR EL, EVANGELIO? Acerca de ella
hay gran variedad de opiniones; incluso entre mi auditorio -no obstante mi creencia en la
uniformidad de nuestros sentimientos doctrinales- podríamos encontrar dos o tres respuestas
diferentes. Por mi parte, intentaré contestar a esta pregunta, con la ayuda de Dios, según mi
propio juicio; y si resulta que no es la mía la contestación correcta, sois libres de procuramos en
casa una mejor.
1. Contestaré, primeramente, de la siguiente forma: Predicar el Evangelio es poner de
manifiesto cada una de las doctrinas contenidas en la Palabra de Dios, dar a cada verdad la
importancia que le corresponde. Los hombres pueden anunciar una parte del Evangelio, o tal vez
una sola doctrina; y yo, aunque no consideraré que una persona deja de predicar la Palabra por el
hecho de que se limite a mantener la doctrina de la justificación por la fe –“por gracia sois salvos,
por la fe”-, no diré de él que anuncia el Evangelio en su totalidad, ya que nadie podrá decir que así
lo hace si deja aparte, a sabiendas y de modo intencionado, una sola de las verdades del bendito
Dios. Esta observación mía es incisiva y debería llegar a las conciencias de muchos que tienen
casi como principio el ocultar ciertas verdades por temor a la gente. Hace una o dos semanas,
durante una conversación que sostuve con un eminente profesor, me dijo: “Sabemos, señor, que
no debemos predicar la doctrina de la elección, porque no está proyectada para la conversión de
los pecadores”. “Pero”, objeté, “¿quién se atreverá a criticar la verdad de Dios? Usted está de No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 21
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
acuerdo conmigo en que es una verdad, y sin embargo dice que no debe ser predicada. Yo no
hubiera osado decir tal cosa, porque consideraría arrogancia suprema haberme aventurado a decir
que una doctrina no debe ser predicada, cuando la omnisciencia de Dios ha considerado buena su
revelación. Además, ¿es que todo el Evangelio está destinado a la conversión de los pecadores?
Hay verdades que Dios ha bendecido para ese fin, pero, ¿no hay partes dedicadas al consuelo de
los santos?, ¿y no deben ser éstas, al igual que las otras, objeto de la predicación del ministro del
Evangelio? Así pues, no debo dirigir mi atención solamente a unas y desatender a las otras,
porque si Dios dice: “Consolaos, consolaos, pueblo mío”, yo continuaré predicando la elección,
por ser ésta un consuelo para el pueblo de Dios.” Por otro lado, no estoy muy seguro de que esa
doctrina no este proyectada para la conversión de los pecadores. El gran Jonathan Edwards nos
dice que, en la mayor excitación de uno de sus avivamientos, predicó la soberanía de Dios en la
salvación o condenación del hombre, enseñando que Dios es infinitamente justo si envía a algunos
al infierno, e infinitamente misericordioso si salva a otros, y, todo ello, por su libre gracia; y
añade: “No he hallado doctrina que más haga pensar, nada penetró tan profundamente en el
corazón, como la predicación de esta verdad”. Lo mismo puede decirse de otras doctrinas. Hay
verdades en la Palabra de Dios que están condenadas al silencio; en verdad, no han de ser
proclamadas, porque, de acuerdo con las teorías de ciertos señores, no están previstas para
conseguir determinados efectos. Pero, ¿quién soy yo para juzgar la verdad de Dios? ¿Puedo poner
sus palabras en la balanza y decir: “Esto es bueno y esto es malo”? ¿Puedo acaso coger su Biblia y
separar el trigo de la paja? ¿Desecharé cualquiera de sus verdades diciendo: “No me atrevo a
predicarla”? No; Dios me libre. Toda Escritura es útil para enseñar, para redargüir, para corregir,
para consolar, para instituir en justicia. Nada de ella debe ser escondido, sino que todas sus partes
han de ser predicadas en su justo lugar.
Hay quienes se limitan intencionadamente a hablar sobre cuatro o cinco temas nada más. Si
entráis en sus iglesias, seguro que les oiréis predicar sobre: “No de voluntad de carne, mas de
Dios”; o también: “Elegidos según la presciencia de Dios Padre. En ese día no escucharéis otra
cosa que elección y doctrina elevada. Más los que así hacen se equivocan tanto como los otros,
por enfatizar ciertas verdades y descuidar otras. Todo cuanto hay aquí es para ser predicado, lo
llames como te plazca, o lo consideres elevado o no; la Biblia, toda la Biblia, y nada más que la
Biblia es el modelo del verdadero cristiano. ¡Ay!, muchos hacen de sus doctrinas un círculo de
hierro, y al que se atreve a salir del estrecho cerco se le considera poco ortodoxo. ¡Dios bendiga,
pues, a los herejes, y nos mande muchos de ellos! Hay quienes convierten la teología en una
especie de rueda de molino, compuesta de cinco doctrinas que están continuamente dando vueltas,
porque repiten siempre las mismas y nunca salen de ahí. Cada verdad debe ser predicada. Y si
Dios ha escrito en su Palabra que “el que no cree, ya es condenado”. ello está puesto para ser
predicado tanto como la verdad de que “ninguna condenación hay para los que están en Cristo
Jesús”. Si encuentro que está escrito: “Te perdiste, oh Israel”, con lo cual notamos que la
condenación del hombre es su propio pecado, debo predicar esto, al igual que la segunda parte del
versículo: “Mas en mí esta tu ayuda”. Cada uno de nosotros, a los que nos ha sido confiado el
ministerio, debiéramos procurar predicar toda la verdad. Sé que no es posible conocerla en su
totalidad. Hay nieblas en la cumbre del alto monte de la verdad. No pueden los ojos del mortal
contemplar su pináculo, ni sus pies hollarlo. Mas bosquejemos la niebla, si no podemos dibujar la
cumbre. Expongamos la dificultad tal como es, aunque no podamos desentrañarla. No ocultemos
nada; si el monte de la verdad tiene la cima nublada, digamos: “Nube y oscuridad alrededor de él”.
No lo neguemos, ni tratemos de acortar la montaña conforme a nuestro propio modelo porque no
podamos ver su cumbre o alcanzar su techo. Todo aquel que tenga que predicar el Evangelio debe
hacerlo en su totalidad. Todo el que se considere un ministro fiel no debe dejar a un lado ninguna
parte de la revolución.
2. Si de nuevo me preguntan: ¿Qué es predicar el Evangelio?, contesto que predicar el
Evangelio es enaltecer a Jesucristo. Tal vez sea ésta la mejor respuesta que pudiera dar. Me
apeno mucho al ver a menudo cuán poco es comprendido el Evangelio, incluso por algunos de los
mejores cristianos. Hace algún tiempo había una señorita que se encontraba en gran aflicción No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 22
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
espiritual. Fue a ver a un cristiano muy piadoso, el cual le dijo: “Querida joven, vaya a casa y
ore”. Bien, pensé para mí, no es esa la forma de proceder que indica la Biblia; en ella nunca se
dice: “Vaya a casa y ore”. La pobre chica marchó a su cara, oró y continuó en la aflicción. El le
volvió a decir: “Debe esperar; debe leer las Escrituras y estudiarlas”. Tampoco es éste el camino a
seguir: esto no exalta a Cristo. Veo que muchos predicadores predican esta clase de doctrina.
Dicen a las pobres criaturas convictas de pecado: “Debes irte a casa y orar, leer las Escrituras,
asistir a los cultos, etcétera”. Obras, obras, obras, en vez de “por gracia sois salvos, por la fe”. Si
un penitente se acercara a mí y me preguntara: “¿Qué he de hacer para ser salvo?”, le respondería:
“Cristo ha de salvarte; cree en el Señor Jesucristo”. Nunca lo mandaría a orar ni a leer las
Escrituras, ni a la casa de Dios, sino simplemente, los remitiría a la fe, a la fe sola en el Evangelio
de Dios. No es que yo menosprecie la oración -tendrá después de la fe-, ni tampoco diré una sola
palabra en contra del escudriñar las Escrituras -ése es el sello infalible de los hijos de Dios-, como
tampoco hallo mal en la asistencia a los cultos, ¡Dios me libre!; me agrada ver allí a la gente. Pero
ninguna de estas cosas es el camino de salvación. En ninguna parte está escrito: “El que asista a la
capilla será salvo”, o: “El que lea la Biblia será salvo”. Como tampoco he leído: “El que orare y
fuere bautizado será salvo”, sino: “El que en El cree”, el que tenga fe en el “Hombre Cristo Jesús”,
en su divinidad, en su humanidad, ése es liberado del pecado. Predicar que sólo la fe salva es
predicar la verdad de Dios. Ni por un momento daré a nadie el nombre de ministro del Evangelio,
si predica un plan de salvación sin la fe en Jesucristo; la fe, la fe y nada más que la fe en Su
nombre. Pero la mayoría de nosotros tenemos nuestras ideas bastante confusas. Hay en nuestro
cerebro tantas obras almacenadas, tanta convicción de méritos y hechos propios grabados en
nuestros corazones, que nos es casi imposible predicar la justificación por la fe, clara y
completamente; y cuando lo hacemos, nuestros oyentes no la asimilan. Les decimos: “Cree en el
nombre del Señor Jesucristo y serás salvo”; más ellos tienen noción de que la fe es algo
maravilloso y misterioso; que es totalmente imposible que, sin hacer nada más, puedan salvarse.
Pero esta fe que nos une al Cordero es una dádiva instantánea de Dios, y el que cree en el Señor
Jesús es salvo en aquel mismo momento, sin ninguna otra obra más. ¡Ah!, amigos míos, ¿no
vemos la necesidad de enaltecer más a Cristo en nuestras predicaciones y en nuestras vidas? La
pobre María dijo: “Han llevado al Señor del sepulcro, y no sabemos dónde lo han puesto”. Y así
diría en nuestros días si pudiera levantarse de la tumba. ¡Oh!, si tuviéramos un ministerio que
exaltara a Cristo!, ¡si predicáramos de forma que magnificase su persona, que alabara su
divinidad, que amase su humanidad! ¡Oh, si lo presentáramos como profeta, sacerdote y rey de su
pueblo!, ¡si predicáramos de forma que el Espíritu manifestará el Hijo de Dios a los suyos,
predicaciones que dijeran: “Mirad a mí y sed salvos todos los términos de la tierra”; predicaciones
del Calvario; teología, libros, sermones del Calvario! Éstas son las cosas que necesitamos, y en la
medida en que el Calvario sea enaltecido y Cristo magnificado será predicado el Evangelio entre
nosotros.
3. La tercera respuesta a la pregunta es: predicar el Evangelio es exponerlo apropiadamente
a toda clase de personas. “Si sube usted a ese púlpito, solamente debe predicar para el amado
pueblo de Dios”, decía una vez un diácono a un ministro. A lo que éste respondió: “¿Los ha
marcado a todos en la espalda, de forma que yo pueda reconocerlos?” ¿Para que serviría lo
espacioso de esta capilla si yo predicara solamente para el querido pueblo de Dios? Son tan pocos
que podrían caber en mi despacho. Hay aquí muchos más aparte de los amados de Dios, ¿y cómo
voy yo a estar seguro, si se me dice que predique solamente para los santos, de que alguien más no
se beneficiaria de mi predicación? Y hay otros que dicen: “Procure predicar a los pecadores. Si
no lo hace así esta mañana, no anunciara el Evangelio. Sólo le oiremos una vez, y nos
convenceremos de que no cumple con su deber, si precisamente hoy no dirige este sermón a los
inconversos”. ¡Que inconsecuencia, amigos míos!; hay veces en que los hijos deben ser
alimentados, y otras” en que los pecadores deben ser amonestados. Hay diferentes ocasiones para
diferentes fines. Si alguien predica a los santos de Dios. y dice poco a los pecadores, ¿va a ser
censurado por ello si otras veces, cuando no consuela a los santos, dirige su atención
especialmente a los impíos? El otro día oí un excelente comentario de un perspicaz amigo mío al No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 23
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
respecto. Alguien estaba criticando las “Porciones matutinas y vespertinas del doctor Hawker”,
porque no estaban previstas para convertir a los pecadores. Mi amigo dijo al caballero: “¿Ha leído
alguna vez la Historia de Grecia, de Grote?” “Sí.” “Es un libro horrible, ¿verdad?, porque no ha
sido escrito para la conversión de los pecadores.” “Sí, pero”, dijo el otro, “la Historia de Grecia, de
Grote, nunca fue destinada para la conversión de los pecadores.” “No”, convino mi amigo, “y si
usted hubiese leído el prólogo de las “Porciones matutinas y vespertinas del doctor Hawker”, se
habría dado cuenta de que no han sido hechas para ese fin, sino para alimento del pueblo de Dios;
y si responden a sus fines son perfectas, aunque no tengan ninguna otra pretensión.” Cada clase de
persona debe recibir lo que le corresponde. No predica el Evangelio el que sólo lo hace a los
santos, ni tampoco el que se dirige únicamente a los pecadores. Nos encontramos ante una
amalgama: hay el santo que está firme y seguro, el flaco y pobre en la fe, el recién convertido, el
que claudica entre dos pensamientos, el recto, el pecador, el réprobo y el proscrito. Tengamos una
palabra para cada uno de ellos. Demos a todos su parte de alimento a su debido tiempo; no
siempre, sino a su debido tiempo. Aquel que ignore en su predicación cualquier condición de
personas, no sabe predicar el Evangelio enteramente. ¿Subiré al púlpito para limitarme a hablar de
ciertas verdades, solamente para el consuelo de los santos de Dios? No procederé de esa forma.
Dios da a los hombres corazón para amar a sus semejantes, ¿y no vamos a permitir la
manifestación de ese corazón? Si amo al impío, ¿no tendré nada que decirle? No le hablaré del
juicio venidero, de la justicia y de su pecado? No quiera Dios que me insensibilice y me torne
inhumano hasta el extremo de permanecer con los ojos secos cuando considere la perdición de mis
semejantes, limitándome a decirles: “¡Estáis muertos, no tengo nada de que hablaros!”, predicando
esta condenable herejía, si no de palabras, de efecto, de que los hombres serán salvos si han de
serlo, y que si no están destinados para la salvación, no se salvarán; que, necesariamente, no
pueden hacer nada más que sentarse y esperar, y que no importa que vivan en pecado o en justicia,
porque algún hado poderoso les tiene sujetos con irrompibles cadenas, y su destino es tan cierto
que pueden seguir viviendo en pecado. Yo creo que, efectivamente, su destino es cierto, y así
serán salvos si son elegidos, y si no, serán condenados eternamente; pero lo que no creo es la
herejía que se infiere de ello, por la que los hombres se hacen irresponsables y permanecen
cruzados de brazos. Esto es un error contra el cual he protestado siempre, considerándolo como
doctrina diabólica y en ningún modo de Dios. Creemos en el destino y en la predestinación;
creemos en la elección y en la no-elección; pero, a pesar de todo, creemos también que debemos
predicar a los hombres: “Cree en el Señor Jesucristo v serás salvo”, mas si no crees en Él estás
condenado.
4. Tenía previsto dar otra respuesta a esta pregunta, pero me falta tiempo. Dicha respuesta
hubiera sido algo parecido a esto: que predicar el Evangelio no es hablar de ciertas verdades
acerca de él, ni hablar de la gente, sino a la gente. Anunciar la Palabra de Dios no es hablar de lo
que es el Evangelio, sino predicar dirigiéndolo al corazón, no por nuestro propio poder, sino por la
influencia del Espíritu Santo; no hablar como si lo hiciéramos al ángel Gabriel, sino de hombre a
hombre, y derramar nuestro corazón en el de nuestros semejantes. Esto es lo que yo entiendo por
predicar el Evangelio, y no farfullar algún viejo manuscrito en la mañana o en la tarde del
domingo. Predicar el Evangelio no es enviar un coadjutor para que haga el trabajo por ti, ni
tampoco colocarte tus mejores ornamentos y exponer elevadas teorías. Predicar el Evangelio no
es recibir de manos de un obispo un hermoso modelo de oración para que alguien de inferior
categoría la pronuncie. No, nada de esto; predicar el Evangelio es proclamar con lengua de
trompeta y ardiente celo las inescrutables riquezas de Cristo Jesús, de forma que los hombres
puedan oír y, comprendiendo, se conviertan a Dios de todo corazón. Esto es predicar el
Evangelio.
II. La segunda preguntases: ¿POR QUÉ: A LOS MINISTROS NO LES ES PERMITIDO
GLORIARSE? “Pues bien que anuncio el Evangelio, no tengo por que gloriarme.” Hay ciertas
clases de cizaña que crecen en cualquier parte, y una de ellas es el orgullo. El orgullo crece tanto
en la roca como en el jardín, y se desarrolla tanto en el corazón de un limpiabotas como en el de No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 24
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
un magnate, tanto en el de una sirvienta como en el de su señora. Y también en el púlpito puede
brotar el orgullo. Es una cizaña pavorosamente exuberante que necesita ser extirpada todas las
semanas, o de otra forma nos enterramos en ella hasta las rodillas. Este púlpito es terreno
tremendamente apropiado para el desarrollo del orgullo. Crece con una fuerza enorme, y conozco
a muy pocos predicadores del Evangelio que no tengan que confesar que su mayor tentación es el
orgullo. Supongo que aun aquellos ministros de quienes no se dice otra cosa sino que son muy
buena gente, que rigen una iglesia en una ciudad a la que asisten sólo seis o siete personas, sufren
la tentación del orgullo. Mas sea o no de esta forma, estoy seguro que dondequiera que exista una
gran asamblea, y dondequiera que haya gran ruido y agitación alrededor de un hombre, hay mucho
peligro de orgullo. Y fijaos bien, cuanto más se exalte el ser humano, más dura será la caída. Si
la gente eleva a un ministro en sus manos y no lo sostiene, sino que lo abandona, el pobre caerá
cuando todo haya acabado. Así ha ocurrido con muchos. Infinidad de seres han sido sostenidos
por brazos humanos, por los brazos del elogio, y no de las oraciones; y cuando estos brazos se han
debilitado, ellos han caído. Os digo que hay tentación de enorgullecerse en el púlpito, pero no hay
aquí tierra para él; no hay abono para que crezca, aunque crecerá sin necesidad de ninguno. “No
tengo por qué gloriarme.” Mas, sin embargo, hay a veces razones para gloriarnos, no reales, sino
aparentes para nosotros mismos.
1. ¿Cómo es que un verdadero ministro siente que no tiene “por qué gloriarse”? En primer
lugar, porque es consciente de sus propias imperfecciones. Creo que ningún hombre podrá
formarse jamás una opinión más justa de sí mismo que aquel que está llamado a predicar continua
e incesantemente. Una vez hubo un hombre que creyó poder predicar, y cuando le fue permitido el
acceso al púlpito, sintió que las palabras no fluían de sus labios tan libremente como él esperaba, y
en lo sumo del azoramiento y temor, se inclinó sobre el púlpito y dijo: “Amigos míos, si subieseis
aquí se os quitaría toda vuestra vanidad”. En efecto, yo también creo que así ocurriría a muchos,
si intentaran alguna vez probar sus dotes de predicador; desaparecería de ellos su vanidad crítica, y
les haría pensar que, después de todo, no es una tarea tan fácil como parece. El que mejor predica
es el que siente que lo hace peor; el que ha concebido en su mente un modelo elevado de lo que
debiera ser la elocuencia y la súplica ardiente sentirá cuán lejos está de alcanzarla. Él, mejor que
nadie, podrá reprocharse a sí mismo porque conoce su propia deficiencia. No creo que cuando un
hombre hace algo bien, va a gloriarse necesariamente en ello. Por otro lado, creo que él será el
mejor juez de sus propias imperfecciones y las vera más claramente. Él sabe mejor que nadie lo
que debiera ser. Los demás miran y contemplan, y creen que es maravilloso, pero para él es
maravillosamente absurdo, y se retira preguntándose por que no lo habrá hecho mejor. Todo
verdadero ministro sentirá su deficiencia. Se comparará con hombres de la talla de Whitefield,
con predicadores como los de los tiempos de los puritanos, y dirá: “¿Qué soy yo?; parezco un
enano al lado de un gigante, una hormiga al lado de una montaña”. Los domingos por la noche,
cuando se retira a descansar, da vueltas en la cama, porque siente que ha fracasado, que no ha
tenido ese ardor, esa solemnidad y esa angustia mortal en su alma que hubieran sido necesarios.
Se acusará de no haberse detenido lo suficiente en determinada parte de su sermón, de haber
evitado ciertos puntos, de no haber sido lo explícito que debiera en algún tema, o de haberse
extendido demasiado en otro. Verá sus propias faltas, porque Dios, cuando sus hijos han procedido mal, les amonesta durante la noche. No necesitamos que los demás nos reprochen; el mismo
Dios se ocupa de nosotros. Aquel a quien Dios más honra se estimara el más inútil.
2. Otro medio para que no nos gloriemos es el hecho de que Dios nos recuerda que todos
nuestros dones son prestados. Precisamente esta mañana me ha sido recordada de una forma
notable esta gran verdad, al leer en un diario la siguiente noticia: “La semana pasada, el tranquilo
barrio de New Town vio turbada su paz por un suceso que conmovió a toda la vecindad. Un
caballero de buena posición y alto nivel universitario había venido padeciendo durante los últimos
meses enajenación mental. Debido a su desequilibrio se había visto obligado a dejar su ocupación
como director de una academia para muchachos, viviendo durante algún tiempo completamente
solo en una casa del mencionado barrio. Ultimamente, el propietario del inmueble consiguió una No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 25
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
orden de desahucio. Al ser llevada a cabo la expulsión, fue necesario maniatar al trastornado
inquilino, el cual, por desgracia, y debido a una falta de organización, hubo de permanecer en los
escalones de la entrada, expuesto a la curiosidad del gentío, hasta que finalmente apareció el coche
que lo trasladó al manicomio. Uno de sus alumnos (dice el periódico) es Mr. Spurgeon”.
¡El hombre de quien aprendí todo mi saber humano es ahora un peligroso lunático recluido en
un manicomio! Cuando leí aquello, sentí que se doblaban mis rodillas con humildad para dar
gracias a mi Dios de que mi razón aun permanezca lucida y aun no la haya abandonado su vigor.
¡Oh, cuán agradecidos debiéramos estar de poder conservar nuestros talentos y nuestras facultades
mentales! Nada podía haberme afectado tanto. Aquel que un día fuera mi preceptor, un hombre
lleno de habilidad y genio, helo ahí, caído, ¡completamente caído! Con cuánta rapidez desciende
de su alto pedestal la naturaleza humana, hundiéndose hasta un nivel inferior al de los animales
irracionales. ¡Bendecid a Dios, amigos míos, por vuestros talentos!, ¡dadle gracias por vuestra
razón! No nos damos cuenta del valor que tienen y del servicio que nos prestan, hasta que los
perdemos. Cuidad de vosotros mismos, no sea que digáis “Ésta es la gran Babilonia que yo edifiqué”; porque recordad que tanto la trulla como la argamasa deben venir de Él. La vida, la voz, el
talento, la imaginación, la elocuencia, son dones de Dios, y el que los ha recibido mayores, debe
sentir que la égida del poder pertenece a Dios, porque Él ha dado poder a su pueblo y fuerza a sus
siervos.
3. Otra respuesta más a esta pregunta: otro medio del que se vale Dios para preservar a sus
ministros de gloriarse es el siguiente: Les hace sentir constantemente su dependencia del Espíritu
Santo. Confesemos que algunos no la sienten. Hay quienes se atreven a predicar sin el Espíritu de
Dios, o sin implorar sus gracias. Mas creo que ningún hombre que sea realmente comisionado por
el cielo osara proceder de esa forma, pues sentirá la necesidad del Espíritu. Una vez, mientras
predicaba en Escocia, parecióle bien al Espíritu de Dios desampararme; el resultado fue que no
pude hablar como normalmente lo hago. Me vi obligado a decir a mi auditorio que habían sido
quitadas las ruedas al carro, y que este se arrastraba con mucha dificultad. Desde entonces he
sentido el beneficio de aquel día. Me humilló amargamente, hasta tal punto que me hubiera
arrastrado hasta introducirme en un agujero, para esconderme en el más oscuro rincón de la tierra.
Sentí como si no fuera a hablar más en el nombre del Señor, y entonces vino a mi el pensamiento:
“¡Oh!, eres una criatura ingrata: ¿No ha hablado Dios por tu boca cientos de veces? ¿Vas a
reconvenirle por no haberlo hecho así esta vez?
Agradécele más bien que haya sido tu sostén durante tantas otras veces; y, si por una vez se ha
apartado de ti, admira su bondad, ya que así puede mantenerte humilde”. Hay quienes podrán
creer que fue la falta de estudio y preparación la que me llevó a aquella situación; mas puedo
afirmaros honradamente que no fue así. Yo creo que estoy obligado a entregarme a la lectura para
no tentar al Espíritu procediendo de una forma descuidada. Tengo costumbre, porque lo estimo un
deber, de tomar un sermón de mi Maestro y rogarle que lo grabe en mi mente; y en aquella
ocasión, creo que lo había preparado aun más cuidadosamente que de ordinario, de manera que no
fue la falta de preparación la razón de aquel incidente. La explicación es simplemente que “el
viento de donde quiere sopla”, y no siempre es huracanado; a veces permanece en calma. Por ello,
si confío en el Espíritu, no puedo esperar que se manifieste siempre en mí en la misma medida.
¿Qué puedo hacer sin esa influencia celestial a la que se lo debo todo? Dios humilla a sus siervos
con este pensamiento. Él nos enseña cuánto lo necesitamos. No nos dejará creer que hacemos
algo por nosotros mismos. “No”, dice, “no tendrás nada de que jactarte. Yo te abatiré. Piensas
que estás haciendo algo, pero yo te mostraré lo que eres sin mí.” “¡Sansón, los filisteos sobre ti!”
Se imaginaba que podía deshacerse de ellos, mas los filisteos le echaron mano y le sacaron los
ojos. Su gloria desapareció, porque confió en sí mismo y no en Dios. A cada ministro le será
dado sentir su dependencia del Espíritu, para que pueda entonces decir, plenamente convencido,
las palabras de Pablo: “Pues bien que anuncio el Evangelio, no tengo por qué gloriarme”. No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 26
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
III. Por último, consideraremos la tercera pregunta: ¿CUÁL ES ESA NECESIDAD QUE NOS
HA SIDO IMPUESTA DE PREDICAR EL EVANGELIO?
1. En primer lugar, una gran parte de esa necesidad reside en la vocación misma. Si
alguien es llamado verdaderamente por Dios al ministerio, le desafío a que intente eludir este
llamamiento. El que realmente tenga en su interior la inspiración del Espíritu Santo instándole a
predicar, no podrá dejar de hacerlo. Tendrá que predicar. Como un fuego ardiente metido en sus
huesos, así será esa influencia hasta que brille. Los amigos tratarán de reprimirle, los enemigos le
criticarán, los escarnecedores harán mofa de él, pero ese hombre será indomable; deberá predicar,
si ha sido llamado del cielo. Si todo el mundo lo abandona, predicará a las yermas cumbres de las
montañas. Si su vocación es divina y no tuviere congregación, predicará al murmullo de las
cataratas, y hará que los arroyos oigan su voz. No podrá permanecer callado. Será una voz que
clama en el desierto: “Aparejad el camino del Señor”. Creo que es tan imposible impedir a un
ministro que hable, como evitar que parpadeen las estrellas del cielo. Más fácil sería secar una
caudalosa catarata bebiéndosela con una tacita, que hacer callar al que realmente ha sido llamado.
Si el hombre es movido por el cielo, ¿quién le detendrá? Si ha sido impulsado por Dios, quien
obstruirá su camino? Volando con alas de águila, quien podrá encadenarle? ¿Quién sellará sus
labios, si habla con voz de serafines? ¿No es Su palabra como un fuego en mi interior? ¿No la
anunciaré, si Dios la ha puesto allí? Y cuando un hombre habla con palabras del Espíritu, un gozo
rayano en lo celestial invade su alma; y cuando acaba, desea volver a empezar. No creo que esos
jóvenes que predican una vez a la semana, creyendo haber cumplido con su deber, sean llamados
por Dios para hacer grandes obras. Creo que si Dios ha llamado a alguien, lo impulsará a hablar
constantemente, haciéndole sentir la necesidad de anunciar a todas las naciones las inescrutables
riquezas de Cristo.
2. Pero hay algo más que nos hará predicar: sentiremos sobre nosotros el “¡ay de mí!” si no
anunciamos el Evangelio; sentiremos sobre nosotros la triste miseria de este pobre mundo caído.
¡Oh, ministro del Evangelio!: ¡párate un momento a considerar a tus desdichados semejantes!
¡Contémplalos como un torrente que corre hacia la eternidad -diez mil cada segundo que pasa-!
¡Mira el final del torrente y ve cómo se precipitan en tropel las almas en el abismo! Piensa que
cada hora que pasa los hombres se condenan por millares, y que cada vez que late tu pulso un
alma abre los ojos en el infierno, encontrándose entre tormentos. Piensa cómo los hombres
aceleran sus pasos hacia la destrucción; cómo “el amor de muchos se enfría” y se “multiplica la
maldad”. ¿No te ha sido impuesta necesidad? ¿No dices: “Ay de mí si no anunciara el Evangelio”?
Pasea una tarde por las calles de Londres cuando ha anochecido y la oscuridad presta su velo a la
gente; ¿no observas cómo se apresura aquel libertino a sus malditas acciones? ¿No sabes que cada
año se arruinan miles y decenas de miles? Desde las salas de los hospitales y de los manicomios
sale una voz: “Ay de ti si no anuncias el Evangelio”. Ve esos enormes edificios de gruesas
paredes; entra en sus celdas y ve en ellas a los delincuentes, que han pasado sus vidas en el
pecado. Dirije tus pasos, de cuando en cuando, a la triste plaza de Newgate, y contempla allí los
cuerpos de los asesinos que penden de la horca. De cada prisión, de cada correccional y de cada
patíbulo, sale una voz que te dice: “Ay de ti si no anuncias el Evangelio”. Acércate a los lechos de
muerte, y mira cómo parten los hombres en la ignorancia, sin conocer los caminos de Dios.
Repara en su terror al acercarse a su Juez sin haber sabido nunca que significa ser salvo, ni
conocer el camino. Oye la voz, mientras los ves aproximarse a su Hacedor: “Ay de ti si no
anuncias el Evangelio”. Visita otros lugares, si prefieres. Camina por cualquier calle de esta gran
metrópoli, y detente ante una puerta de la que oigas salir música, cánticos y sonido de campanas,
pero donde impera la ramera de Babilonia, y donde las mentiras son predicadas como verdad; y
cuando vuelvas a casa, y pienses en el papismo y en el “puseismo” (1), oirás la voz que te grita:
“Ay de ti si no anuncias el Evangelio”. Entra en el hogar del impío, donde el nombre de su
Hacedor es blasfemado, o asiste al teatro donde se representan obras disolutas y licenciosas, que
de todos estos antros de perdición se elevará la voz que dice: “Ministro, ay de ti si no predicas el
Evangelio”. Y para terminar, da tu último paseo hasta el lugar de los condenados, visita los
abismos del averno y párate a escuchar como No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 27
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
«Se elevan los quejidos; ayes atormentados Y gritos de agonía de los desesperados».
Arrima tu oído a las puertas del infierno y, durante un momento, presta atención a la terrible
barahúnda de alaridos y lamentos de tortura que desgarraran tu oído; y cuando regreses de aquel
lugar de pesadilla, con el alma aterrorizada
(1) Movimiento pro-católico en el seno de la iglesia anglicana, promovido principalmente por
Pusey, en los tiempos del avivamiento metodista. (N. del E.) aun por aquella lúgubre sinfonía,
oirás la voz: “¡Ministro!, ¡ministro!, ay de ti si no anuncias el Evangelio”. Con sólo tener ante
nuestros ojos todas estas cosas, debemos predicar. ¡Dejad de predicar!, ¡dejad de predicar!
Aunque el sol apague su luz, predicaremos en la oscuridad; aunque el mar detenga el movimiento
de sus mareas, nuestra voz seguirá predicando el Evangelio; aunque la tierra deje de girar y los
planetas cesen en su movimiento, aun así, predicaremos el Evangelio. Hasta que las ígneas
entrañas de la tierra estallen por todas las costuras de sus montañas de bronce, continuaremos
predicando el Evangelio; hasta que la conflagración universal deshaga el planeta, y la materia sea
desintegrada, estos labios, o los de cualquier otro que haya sido llamado por Dios, seguirán
tronando la voz de Jehová. No podemos evitarlo. “Nos ha sido impuesta necesidad; y ¡ay de
nosotros si no anunciáramos el Evangelio!”
Y ahora, mis queridos oyentes, una palabra para vosotros. Muchos de los presentes sois
verdaderamente culpables a los ojos de Dios, porque no predicáis el Evangelio. No creo que de
las mil quinientas o dos mil personas que asisten a esta reunión, hasta donde alcanza mi voz, no
haya ninguna apta para predicarlo. No tengo tan pobre opinión de vosotros como para creerme
superior en inteligencia a la mitad de los que aquí estáis, o aun en poder para anunciar la Palabra
de Dios. Pero suponiendo que lo fuera, no puedo pensar que yo tenga tal congregación que no
haya entre todos quien tenga dones y talentos que le capaciten para predicar la Palabra. Es costumbre en la Iglesia Bautista Escocesa, que todos los hermanos, el domingo por la mañana, dirijan
una exhortación; no tienen un pastor que predique de modo regular en tales ocasiones, sino que
cualquiera, si lo desea, puede levantarse y hablar. Esto está muy bien; pero me temo que muchos
hermanos que no están capacitados serían los más grandes oradores, pues es de todos sabido que
los que tienen menos que decir son, normalmente, los que están más tiempo hablando; si yo fuera
el presidente de la reunión, les diría: “Hermano, está escrito: “Habla para edificación”. Estoy
seguro que no te edificas a ti mismo ni a tu esposa. Sería mejor que trataras de lograr eso primero;
y si no lo consigues, no nos hagas perder nuestro precioso tiempo”.
Os digo también, hermanos, que no puedo concebir que haya aquí esta mañana quienes, como
flores, “estén malgastando su fragancia en el aire del desierto”, “gemas de los más puros rayos”
escondidas en las oscuras cavernas del océano del olvido. Este es un asunto muy serio. Si hubiera
un talento en la iglesia de Park Street, es necesario que se desarrolle. Si hubiera predicadores en
mi congregación, dejémosles predicar. Muchos ministros consideran muy importante probar a los
jóvenes sobre el particular. He aquí mi mano para ayudar a cualquiera de vosotros que crea poder
hablar a los pecadores del amado Salvador que habéis encontrado. Me gustaría descubrir gran
número de predicadores entre vosotros. Plugiera a Dios que todos los siervos del Señor fuesen
profetas. Hay muchos que deberían serlo, sólo que tienen miedo; bien, habremos de buscar algún
sistema que os libere de vuestra timidez. Es terrible pensar que, mientras el demonio usa a todos
sus siervos en su obra, haya siervos de Cristo que estén adormilados. Jóvenes, id a vuestras casas
y examinaos a vosotros mismos, y ved cuales sean vuestros talentos; y si encontráis que los tenéis,
juntad una docena de pobres personas en una humilde habitación y decidles lo que deben hacer
para ser salvas. No es necesario que aspiréis a ser ministros y a vivir del ministerio, aunque si a
Dios le placiera que así fuera, deseadlo también. El que desea obispado, buena cosa desea. En
todo caso buscad algún modo de predicar el Evangelio de Dios. He predicado este sermón,
especialmente, porque quiero iniciar un movimiento que alcance a otros lugares. Necesito
encontrar en mi iglesia, si fuera posible, a quienes quieran proclamar el Evangelio. Y tened en
cuenta esto: Si tenéis en vosotros talento y poder, ¡ay de vosotros si no anunciáis el Evangelio! No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 28
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
Pero, ¡oh!, amigos míos; si pobres de nosotros si no predicamos el Evangelio, ¿qué será de los que
oís y no queréis recibirlo? Quiera Dios que ambos podamos escapar de tal maldición. Quiera
Dios, también, que su Evangelio nos sea olor de vida para vida, y no olor de muerte para muerte. No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 29
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
IV. EL PROPÓSITO DE LA LEY
«¿Pues de qué sirve la ley?» (Gálatas 3:19).
El apóstol, por medio de un ingeniosísimo y convincente argumento, prueba que la ley no fue
jamás designada por Dios para la justificación y salvación del hombre. Nos dice que Dios hizo un
pacto con Abraham mucho antes de que la ley fuese dada en el monte Sinaí; que Abraham no
estuvo presente en el Sinaí, y que, por lo tanto, su aquiescencia no pudo dar lugar a ninguna
alteración del pacto hecho allí- y también que nunca fue requerido el consentimiento de Abraham
para introducir alteración alguna en el pacto, sin cuyo consentimiento éste no podía haber sido
variado legalmente; declarando además que el pacto permanente firme y duradero, dado que fue
hecho a Abraham y a su simiente. “Esto, pues, digo: Que el contrato confirmado de Dios para con
Cristo, la ley que fue hecha cuatrocientos treinta años después, no lo abroga, para invalidar la
promesa. Porque si la herencia es por la ley, ya no es por la promesa; empero Dios por la promesa
hizo la donación a Abraham.” Por ello, ni herencia ni salvación algunas pueden ser obtenidas por
medio de la ley. Ahora bien, el extremismo es el error de la ignorancia. Cuando los hombres
creen una verdad la llevan hasta el extremo de negar otra, y muy frecuentemente la aserción de
una verdad cardinal conduce al hombre a generalizar otros particulares, falseando así la verdad. -
La objeción supuesta puede ser expresada con las siguientes palabras: “Tú dices, oh Pablo, que la
ley no puede justificar; así pues, la ley ciertamente no tiene ninguna utilidad en absoluto. ¿Pues de
qué sirve la ley?, ¿cuál es su fin, si no puede salvar al hombre?, ¿para qué fue escrita, si no puede
por sí misma llevar al hombre al cielo?, ¿no es, pues, algo inútil?” El apóstol pudo haber
contestado a sus antagonistas con una mirada despectiva; pudo decirles: “¡Oh!, insensatos y tardos
de corazón para entender. ¿Es acaso de completa inutilidad el que una cosa no esté destinada para
todos los fines? ¿Diríais tal vez que el hierro carece de utilidad por no ser comestible?, ¿o tiraríais
el oro, diciendo de él que es escoria sin valor alguno por el hecho de no servir al hombre de
alimento? Y sin embargo, con vuestras necias suposiciones procedéis así; ya que, porque he dicho
que la ley no puede salvar, me habéis preguntado neciamente que cuál es su utilidad, imaginando
ignorantemente que la ley de Dios no sirve para nada, y que carece de todo valor”.
Normalmente, son dos clases de personas las que aducen esta objeción. En primer lugar, los
quisquillosos, a quienes no les gusta el Evangelio y desean encontrar en el toda clase de defectos.
Éstos podrán muy bien decirnos qué es lo que no creen, pero nunca podrán decirnos qué es lo que
creen. Éstos suelen enfrentarse con los sentimientos y doctrinas de los demás, pero si alguien les
pidiera que escribiesen sus propias opiniones, no sabrían como hacerlo. Su ingenio no parece más
agudo que el de un mono; capaz de desbaratarlo todo, pero incapaz de arreglar nada. Los
segundos son los antinomianos. Estos son los que dicen: “Sí, yo creo que soy salvo por gracia”;
pero luego infringen la ley diciendo que ésta no les obliga ni aun como regla de vida. Y así,
preguntando: “¿Pues de qué sirve la ley?”, la tiran como un mueble viejo que sólo sirve para el
fuego por el hecho cierto de que no tiene utilidad para salvar sus almas. Sin embargo, una cosa
puede tener muchos usos, aunque carezca de uno en particular. Verdad es que la ley no puede
salvar, pero igualmente es verdad que la ley es una de las obras más importantes de Dios,
merecedora de todos los respetos, y utilísima cuando es empleada por Dios con el propósito para
el que fue creada.
Con todo, amigos míos, perdonadme si hago la observación de que esta pregunta es también muy
natural. Si leéis la doctrina del apóstol Pablo, comprobaréis que declara que la ley condena al
hombre. Pues bien, durante un momento vamos a echar ahora una ojeada a las obras de la ley en
el mundo. ¡Mirad! Veo como es entregada en el monte Sinaí. Aun la montaña se estremece de
temor. Los truenos y los relámpagos forman el cortejo de aquellas terribles sílabas que ablandan
el corazón de Israel. Todo el Sinaí humea. El Señor vino de Parán, y el Santo del monte Sinaí.
"Vino con diez mil santos." De su boca salió una ley de fuego para ellos. Ley de temor ya desde No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 30
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
que fue promulgada. Y desde entonces, una terrible lava de venganza ha bajado por las laderas
del Sinaí para inundar, destruir, incendiar y consumir a toda la raza humana. Pero Jesucristo ha
contenido este horrible torrente, y ha instado a la quietud a sus ígneas olas. Si pudieseis
contemplar al mundo sin Cristo, simplemente bajo la ley, veríais un mundo en ruinas, un mundo
con el negro sello de Dios sobre él, sellado y lacrado para la condenación; veríais a los hombres
poner las manos sobre sus lomos y gemir toda la vida, si supiesen su condición; veríais a los
hombres y mujeres arruinados y perdidos; y en las regiones más alejadas, contemplaríais la fosa
cavada para el impío, en la cual, sin el Evangelio de Jesucristo nuestro Redentor, debía haber sido
arrojada toda la tierra, si la ley hubiese cumplido su misión. ¡Ay!, amados míos, la ley es una gran
inundación que habría anegado al mundo con aguas peores que las del diluvio de Noé; es un
enorme incendio que habría hecho arder la tierra con mayor destrucción que la que cayó sobre
Sodoma; es un ángel implacable, con espada sedienta de sangre y con alas de destrucción y
muerte; es un gigante destructor arrasando las naciones; es el gran mensajero de la venganza de
Dios enviado al mundo. Sin el Evangelio de Jesucristo, la ley no es más que la voz condenatoria
del tronar de Dios contra la humanidad. "¿Pues de qué sirve la ley?", podemos preguntarnos
lógicamente. Será de alguna utilidad para el hombre?, ¿puede ese Juez que se coloca el negro
birrete para condenarnos a todos, esa ley del Presidente del Tribunal Supremo de la Justicia,
ayudar al hombre en su salivación? Sí, puede; y si Dios me ayuda en mi predicación, veréis como
lo hace. "¿Pues de qué sirve la ley?”
1. El primer objetivo de la ley es revelar al hombre su culpa. Cuando Dios se propone salvar
a alguien, lo primero que hace es enviarle la ley para mostrarle cuán culpable, ruin y vil es, y en la
posición tan peligrosa en que se encuentra. Ved a ese hombre situado al borde del precipicio; está
completamente dormido, y exactamente en el peligroso límite del acantilado. Un simple
movimiento y caerá al vacío estrellándose contra las puntiagudas rocas del fondo, y nunca más se
sabrá de él. ¿Cómo podrá salvarse?, ¿qué podemos hacer por él?, ¿qué se puede hacer? Ésta es
nuestra posición, también nosotros yacemos al borde de la ruina, pero permanecemos indiferentes
a ella. Cuando Dios quiere salvarnos de un peligro tan inminente, manda su ley, la cual, de una
fuerte sacudida, nos despierta, nos hace abrir los ojos; bajamos la vista hacia el abismo,
descubrimos nuestras miserias, y es entonces cuando estamos en verdaderas condiciones de pedir
la salvación, y la salvación viene a nosotros. La ley actúa en el hombre como el médico, cuando
quita la nube del ojo del ciego. Los hombres que se creen justos son ciegos, aunque se consideran
a sí mismos buenos e intachables. Pero la ley quita esta nube y permite que descubran cuán viles
son v cuán totalmente perdidos y condenados están, si todavía continúan bajo su maldición.
Empero, en lugar de tratar esto desde el punto de vista doctrinal, lo haré desde el practico, tocando
la cuerda sensible de vuestras conciencias. Queridos oyentes, ¿no os redarguye de pecado la ley
de Dios esta mañana? Bajo la mano del Espíritu de Dios, ¿no os hace sentir que habéis sido culpables y merecéis la perdición, que habéis incurrido en la terrible irá de Dios? ¡Oidme!, ¿no habéis
quebrantado esos diez mandamientos ni siquiera en la letra?, ¿hay aquí entre vosotros alguno que
haya honrado siempre a sus padres?, ¿quién de nosotros ha dicho siempre la verdad?, ¿quién no ha
levantado un falso testimonio contra su vecino?, ¿hay aquí alguno que no haya hecho para sí
mismo un dios, que no se haya amado, o a sus negocios, o a sus amigos, más que a Jehová el Dios
de toda la tierra?, ¿quién de vosotros no ha codiciado la casa de su vecino, o su criado, o su buey,
o su asno? Todos somos culpables de cada palabra de la ley; todos hemos transgredido los
mandamientos, y si realmente los comprendemos, y sentimos su condenación, habrán cumplido en
nosotros el beneficioso propósito de mostrarnos el peligro, impulsándonos así a acudir a Cristo.
Pero, queridos oyentes, esta ley os condena, no porque hayáis dejado de guardar su letra, sino
porque habéis quebrantado su espíritu. Porque, aunque nunca hayáis matado, la ley nos dice que
el que se enoja con su hermano es un asesino. Como decía una vez un negro: “Señor, yo creía que
no había matado, que era inocente pero cuando oí que el que odia a su hermano es un asesino, me
considere culpable, porque muchas veces he matado a más de veinte hombres antes de abrir los
ojos a la luz del día, al enfurecerme contra ellos”. La ley no sólo abarca lo que dice en palabras,
sino que encierra cosas profundas en sus entrañas. Dice: “No cometerás adulterio”; pero toda su No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 31
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
extensión la expresó Jesús, cuando dijo: “Cualquiera que mira a una mujer para codiciaría, ya
adulteró con ella en su corazón”. Dice: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano”;
significando que debemos reverenciar a Dios en todo lugar, tener su temor ante nuestros ojos,
respetar siempre sus mandamientos y andar en su veneración y amor. Sí, hermanos, seguramente
no habrá aquí nadie tan temerario y pagado de su propia justicia que sea capaz de decir: “Soy
inocente”. El espíritu de la ley nos condena. Y ésta es su beneficiosa característica: Nos humilla,
nos hace conocer nuestra culpabilidad, y, de esta forma, nos lleva a recibir al Salvador.
Fijaos en esto también, mis queridos oyentes: una sola infracción de esta ley es suficiente para
condenarnos eternamente. El que quebranta la ley en un punto, es culpable de todos. La ley
exige que obedezcamos cada uno de sus mandamientos, y si ofendemos en uno, ofendemos en
todos. Es como un jarrón de perfecta hechura; si queréis destruirlo no es necesario hacerlo añicos;
con sólo hacerle la más pequeña fractura, habréis destruido su perfección. Se trata, pues, de una
ley perfecta a la que estamos obligados a obedecer a la perfección. Si la infringimos una sola vez,
aunque nunca más volviéramos a hacerlo, no podríamos esperar de ella más que la voz acusadora:
“Estás condenado, estás condenado, estás condenado”. Enfocando el tema bajo este aspecto, ¿no
debería despojar la ley a muchos de nosotros de toda nuestra jactancia?; ¿quién de nosotros podría
levantarse y decir: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres”? Ciertamente no
habrá ninguno que se vaya a su casa y diga: “He dado el diezmo de la menta y el comino; he
guardado todos los mandamientos desde mi juventud”. No, sino que, si esa ley ha tocado la
conciencia y el corazón, diremos como el publicano: “Dios, se propicio a mí, pecador”. La única
razón por la que el hombre se cree justo es porque no conoce la ley, y no conociéndola, cree que
nunca la ha quebrantado. Hay algunos de vosotros, personas muy honorables, que estáis
convencidos de haber sido tan buenos que podríais ir al cielo por vuestras propias obras. No lo
decís así, ciertamente, pero en vuestro interior lo pensáis. Habéis recibido devotamente los
sacramentos; habéis sido sumamente piadosos asistiendo asiduamente a vuestra iglesia o capilla;
sois buenos con el pobre, generosos y honrados, y decís: "Seré salvo por mis obras". No, señor;
contempla la llama que vio Moisés, y estremécete, tiembla y desespera. La ley no puede hacer
nada por nosotros, si no es condenarnos. Lo máximo que puede lograr es sacarnos de nuestra
jactancioso justicia y conducirnos a Cristo. Pone su peso sobre nuestras espaldas, y nos hace
clamar a Cristo para que nos descargue. Es como una lanceta que sondea la herida. Es, haciendo
uso de una parábola, como cuando un oscuro sótano ha permanecido cerrado durante años y está
lleno de repugnantes bichos; podemos andar por él, sin saber que están allí. Mas llega la ley, baja
los postigos, da paso a la luz, y entonces descubrimos la perversidad de nuestro corazón, la
impiedad de nuestras vidas, y nos hace caer sobre nuestro rostro gritando: “Señor, sálvame o
perezco. Oh, sálvame por tu misericordioso amor, o de lo contrario naufragaré". ¡Oh! vosotros
que en estos momentos estáis aquí, los que confiáis en vuestra propia justicia, los que pensáis que
sois tan buenos que podríais subir al cielo por vuestras obras -caballos ciegos dando vueltas
perpetuamente al molino sin adelantar ni una sola pulgada-, ¿pensáis poner la ley sobre vuestros
hombros como Sansón hizo con las puertas de Gaza?, ¿os imagináis que podéis guardar
perfectamente esta ley de Dios?, ¿osaréis decir que no la habéis quebrantado? No, con toda
seguridad; confesaréis, aunque sea de pensamiento: “Me he rebelado"; y en tal caso sabe esto: la
ley no puede hacer nada por ti para perdonarte. Su obra será hacerte sentir que no eres nada, que
puede despojarte, que puede triturarle, que puede matarte; pero jamás resucitarle, ni vestirte, ni
lavarte, porque nunca fue propuesta para esto. Querido oyente, ¿estás esta mañana triste a causa
del pecado?, ¿sientes que has sido culpable?, ¿reconoces tus delitos?, ¿confiesas tus extravíos?
Escúchame entonces como embajador de Dios. Él tiene misericordia de los pecadores. Jesucristo
vino al mundo para salvar a los pecadores, y aunque hayas quebrantado la ley, Él la guardó. Toma
su justicia como tuya. Entrégate a El. Ven a Él ahora, despojado y desnudo, y cúbrete con sus
vestiduras. Ven a Él manchado y sucio, y lávate en la fuente abierta para el pecado y la impureza;
y entonces sabrás “de que sirve la ley". Este es el primer punto.
II. Entremos ahora en el segundo: La ley sirve para matar toda esperanza de salvación por
medio de una vida reformada. Muchos hombres, cuando se reconocen culpables, prometen No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 32
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
reformarse. Dicen: “Soy culpable y merezco la ira de Dios, pero de ahora en adelante procuraré
hacer a copio de méritos que contrapesen todos los pecados de mi alma”. Mas la ley les sale al
encuentro, pone su mano sobre la boca del pecador y le dice: “Detente, no podrás hacerlo, es
imposible”. Os demostraré cómo procede la ley. Una de sus formas es recordando al hombre que
la obediencia futura no expía los delitos pasados. Suponed, haciendo uso de un caso muy corriente para que aun los más sencillos puedan comprenderme plenamente, que tenéis en la tienda
una cuenta que ha ido aumentando y que ahora no podéis pagar. Vais a la señora Brown, la
tendera, y le decís: “Lo siento, señora, mi marido está parado”, etc. etc. “Sé que nunca podré
pagarle, pues es mucho lo que le debo- pero yo le prometo que, si me perdona esto, nunca más
volveré a contraer deudas con usted, siempre pagaré al contado.” “Sí”, os dirá ella, “pero esto no
saldará nuestra cuenta. Si usted piensa pagarme lo que compre, no hará más que cumplir con su
obligación; pero y las cuentas pasadas?, ¿cómo serán saldadas? No van a quedar liquidadas por lo
que me abone posteriormente.” Esto es lo que hacen los hombres con respecto a Dios. “Es
verdad”, dicen, “reconozco que me he extraviado; pero no lo volveré a hacer.” ¡ah!, ya va siendo
hora de que deseches ese lenguaje infantil. Al aferrarte a tal esperanza sólo demuestras tu completa falta de juicio. ¿Podéis acaso borrar vuestras transgresiones con la obediencia futura? ¡Ah!,
no. La antigua deuda ha de ser satisfecha de algún modo. La justicia de Dios es inflexible, y la
ley te dice que ninguno de tus propósitos servirá de expiación por lo pasado. Es necesario que
recibas la expiación a través del Señor Jesucristo. “Pero”, dice el hombre, “me esforzaré y seré
mejor; y así creo que alcanzaré misericordia.” Y entonces es cuando hace su aparición la ley, que
dice: “Vas a intentar guardarme, ¿verdad? Pero yo te digo que no podrás". La perfecta
obediencia en el futuro es imposible. Y son mostrados los diez mandamientos, y si algún pecador
despierto los mira, volviendo su rostro exclama: “Me es imposible guardarlos”. “¿Y tú, hombre,
decías que serías obediente en el futuro? No lo fuiste en el pasado, y no hay probabilidad de que
lo seas en lo porvenir. Dices que no caerás en las mismas maldades de antaño, mas no podrás
cumplir lo que dices. “¿Mudará el etíope su piel y el leopardo sus manchas? Así también,
¿podréis vosotros hacer el bien estando habituados a hacer el mal?” Tú dirás: “Pondré más
empeño en mis caminos”. “No lo harás; la tentación que ayer te venciera, volverá a vencerte
mañana. Pero, además, date cuenta de esto: Si pudieras, no ganarías por ello la salvación.” La ley
te dice que, a menos que obedezcas perfectamente, no puedes ser salvado por tus hechos; te dice
que un solo pecado la quebrará por entero, que una sola transgresión echará a rodar toda tu
obediencia. Es una vestidura inmaculada lo que has de llevar en el cielo. Sólo una ley inviolada
puede ser aceptada por Dios.
Así pues, la ley responde a este propósito: decir a los hombres que sus perfeccionamientos, sus
enmiendas y sus acciones, no tienen absolutamente ningún valor en cuanto a la salvación. Que lo
que a ellos les toca es venir a Cristo, obtener un nuevo corazón y un espíritu recto; obtener el
arrepentimiento evangélico, del cual no tienen por qué arrepentirse, para que pongan su confianza
en Jesús y reciban perdón por su sangre. “¿De qué sirve la ley?” Tiene, como decía Lutero, la
utilidad de un martillo. Lutero, como vosotros sabéis, es muy enérgico sobre este particular. Nos
dice: “Hay algunos que por contenerse de pecados manifiestos (como el fariseo que nos narra el
evangelio), que por no ser asesinos, adúlteros, ni ladrones, juran ser justos y se forman a su
medida su propia opinión de la justicia, presumiendo de sus méritos y buenas obras. Los tales no
pueden ser modificados y humillados por Dios para que puedan apercibirse de su miseria y
condenación, si no es por medio de la ley; porque ella es el martillo de la muerte, el tronar del
infierno y el relampaguear de la ira de Dios, y ella es la que pulveriza a los obstinados e insensatos
hipócritas. Porque mientras more en el hombre la idea de la justicia, morara en él el orgullo incomprensible, la presunción, la seguridad, el odio a Dios, el menosprecio de su gracia y
misericordia, y la ignorancia de Sus promesas y de Cristo. La predicación de la libre remisión de
pecados por medio de Cristo no puede penetrar en el corazón de tal clase de hombres, ni pueden
experimentar su olor y sabor, porque esa endurecida roca y diamantino muralla, es decir, el
concepto de la justicia en la cual está envuelto el corazón, lo impide. Por consiguiente, la ley es
aquel martillo, aquel fuego, aquel grande y poderoso viento, y aquel terrible terremoto que rompía
los montes y quebraba las penas (I Reyes 19:11-13), es decir, los orgullosos y obstinados hipó-No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 33
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
critas. Elías, no pudiendo soportar los horrores de la ley que está representada en todas estas
cosas, cubrió su rostro con su manto. No obstante, -cuando cesó la tempestad que había
presenciado, apareció un silbo apacible y delicado en el cual estaba el Señor; pero fue necesario
que la tempestad de fuego y viento, y el terremoto, pasaran antes de que el Señor se revelase en
aquel viento apacible”.
III. Y ahora, demos un paso más hacia adelante. Y los que conocéis la gracia de Dios podréis
muy bien seguirme en él. La ley tiene por objeto mostrar al hombre la miseria que caerá sobre él
a causa del pecado. Hablo por experiencia, a pesar de ser joven; y muchos de los que me estáis
escuchando oiréis esto con verdadero interés, porque vosotros habéis tenido la misma experiencia.
Hubo un tiempo en que yo, a pesar de mi juventud, sentí con gran dolor la maldad del pecado.
Mis huesos envejecieron en mi gemir todo el día. Día y noche la mano de Dios cayó duramente
sobre mí. Durante una época me asustó con visiones y me aterrorizó por medio de sueños; cuando
de día sentía hambre de liberación, porque mi alma ayunaba en mi, tenía miedo de que el
mismísimo cielo cayera sobre mí cabeza para aplastar mi alma culpable. La ley de Dios se había
apoderado de mi ser, mostrándome mi corrupción. Por la noche, si dormía, sonaba con el pozo del
abismo, y cuando despertaba aún sentía el horror de mis sueños. Subía a la casa de Dios y mi
canción era como un gemido. Me retiraba a mi aposento y allí, con lágrimas y quejidos, elevaba
mi oración sin refugio ni esperanza. Entonces podía decir con David: “El búho es mi amigo, y el
avetoro mi compañero”, porque la ley de Dios me flagelaba con su látigo de diez colas, y luego
me friccionaba con salmuera de tal forma que me hacia estremecer y temblar de dolor y angustia.
Y era tal mi aflicción, que mi alma prefería la muerte a la vida. Algunos de vosotros habéis
sentido lo mismo. La ley fue enviada con ese fin. Pero vosotros os preguntaréis: “¿Qué necesidad
había de esa miseria?” Y yo os respondo que esa miseria fue puesta para hacernos clamar a Jesús.
Normalmente, nuestro Padre celestial no nos hace suplicar a Jesús hasta que nos ha arrancado a
punta de látigo de la confianza en nosotros mismos; Él no puede hacernos desear ardientemente el
cielo, sin antes habernos hecho sentir las insoportables torturas de una conciencia dolorida, como
anticipo del infierno. ¿No recordáis, queridos oyentes, cuando por la mañana os levantabais, y lo
primero que hacíais era coger la “Alarma” de Alleine, o el “Llamamiento” de Baxter? (1) ¡Oh!,
aquellos libros, aquellos libros que leía en mi infancia y que devoraba cuando estaba bajo el
sentimiento de culpabilidad; leer aquellos libros era como permanecer al pie del Sinaí. Cuando leí
a Baxter encontré cosas como estas: “Pecador, recapacita; dentro de una hora puedes encontrarte
en el infierno. Piensa que dentro de poco puedes estar agonizando -incluso ahora mismo la muerte
esta carcomiendo tu mejilla-. ¿Qué harás sin un Salvador cuando te presentes delante del tribunal
de Dios? ¿Le dirás que no tenías tiempo para emplearlo en la religión?; ¿no se convertirá tu
excusa en una expresión vacía que el viento se llevaría? ¡Oh! pecador, ¿te atreverás entonces a
insultar a tu Hacedor?, ¿te atreverás entonces a mofarte de Él? Recapacita. Las llamas del infierno son abrasadoras y la ira de Dios terrible. Aunque tus huesos fueran de acero y tus costillas de
bronce, te estremecerías de terror. ¡Oh!, ¡aunque tengas la fuerza de un gigante, no podrás
contender con el Altísimo! ¿Qué harás cuando te destroce y no haya nadie para salvarte?, ¿qué
harás cuando dispare sus diez cañones contra ti? El primer mandamiento dirá: ¡Destrúyelo, me ha
quebrantado! Y el segundo: ¡Condénalo, me ha quebrantado! Y el tercero: ¡Maldícelo, me ha
quebrantado! Y de esta manera todos dispararán contra ti; y tu, sin un refugio, sin un sitio donde
huir y sin una esperanza en que esperar”. ¡Ah!, no has olvidado los días en que ningún himno te
parecía apropiado, sino sólo aquel que empezaba:
«Humíllate ¡oh alma! que solías elevarte; Conversa con la muerte por algunos
momentos; Medita en tu agonía cuán letal es su aliento, Y cómo su resuello se corta al
contemplarte»,
(1) “An Alarm to the Unconverted”, por Joseph Alleine, y “Call to the Unconverted”, por
Richard Baxter. Ambos libros eran bien conocidos en los días de Spurgeon, y de ahí su referencia No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 34
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
tan familiar. El primero de ellos será publicado por nuestra editorial con el título: “La
Conversión”. - (N. del E.) o bien aquel otro:
«Ciertamente en mi vida ha de llegar el día, Pues la hora señalada va acortando el
camino, En que yo haya de verme ante mi Juez Divino Y deba ser juzgado por su
soberanía».
Sí, para esto fue enviada la ley, para convencernos de pecado, para hacernos temblar y
estremecer delante de Dios. ¡Oh!, tú que estás pagado de tu propia rectitud, deja que te hable esta
mañana con palabras de terrible y ardiente sinceridad. Recordad que está muy próximo el día en
que una multitud más numerosa que ésta será reunida en las llanuras de la tierra; cuando, sentado
en un gran trono blanco estará el Salvador, Juez de los hombres. He aquí que ya ha llegado; el
libro es abierto, la gloria del cielo es manifestada, rica en amor triunfante, y encendida en
inextinguible venganza; diez mil ángeles están a cada lado, y tu estas en pie ante el tribunal para
ser juzgado. Y bien, hombre pagado de tu propia justicia, dime ahora que ibas a la iglesia tres
veces al día. ¡Venga, hombre, dime que guardaste todos los mandamientos”, ¡dime ahora que no
eres culpable!, ven ante Él con el recibo de tu menta, tu anís y tu comino! ¿Dónde estás? ¡Oh!,
huyes gritando a los montes y a las penas: “Caed sobre no otros y escondednos”. ¿Qué haces?
¿Por qué huyes, tú que eras tan justo en la tierra que nadie osaba hablarte; tú que eras tan bueno y
decente? ¡Ven, hombre, cobra ánimo, ven ante tu Hacedor; dile que fuiste honrado, sobrio,
respetable, y que mereces ser salvo” ¿Por qué demoras el repetir tus jactancias? ¡Habla, dilo! No,
no lo dirás. Veo que sigues huyendo de la presencia de tu Hacedor, dando alaridos. No se hallará
ninguno que, estando pagado de su propia justicia, permanezca delante de Él. Pero ¡mirad,
mirad!; veo a un hombre que se adelanta de entre la abigarrada multitud, camina con paso firme y
ojos risueños. ¿Cómo!, les que hay aquí alguien que ose acercarse al temible tribunal de Dios?
¡Cómo!, ¿hay siquiera uno que se atreva a permanecer delante de su Hacedor? Sí, hay uno; se
adelanta y dice: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios?” ¿No te estremeces? ¿No se lo tragarán
las montañas de la ira? ¿No lanzará Dios contra él su terrible rayo? No, escucha, mientras
continúa resueltamente. ¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que
también resucitó». Y veo que Dios extiende su mano derecha: “Venid, benditos, heredad el reino
preparado para vosotros”. Ahora se cumple el verso que una vez cantaste dulcemente:
“Iré aquel día audazmente ante el Ungido Pues, ¡quién acusará a un predestinado?,
¿Quién, cuando, por su sangre, absuelto ha sido De la maldita ofensa del pecado?”.
IV. Y ahora, mis queridos amigos, como temo cansaros, referiré muy brevemente este
pensamiento. “¿Pues de qué sirve la ley?” Fue enviada al mundo para mostrar el valor de un
Salvador. Lo mismo que el oropel hace resaltar las gemas, y como las manchas negras hacen lo
blanco más luminoso, así la ley hace aparecer a Cristo como el Ser más puro y celestial. Oigo a la
ley de Dios execrar; ¡cuán dura es su voz! Jesús dice: “Ven a mí”; ¡oh, qué música! La más dulce
que podríamos oír después de haber escuchado la voz discordante de la ley. Veo que la ley
condena; contemplo a Cristo obedeciéndola. ¡oh, qué infinito es el precio, cuando conozco lo
abrumador de la demanda! Leo los mandamientos y los encuentro rigurosos y terriblemente
severos; ¡oh, qué santo debe haber sido Cristo para obedecerlos por mí! Nada puede hacerme
apreciar tanto a mi Salvador, como el ver que la ley me condena. Cuando sé que esta ley se
interpone en mi camino y, como llameante querubín, no me deja entrar en el paraíso, puedo decir
cuán dulce y preciosa debe ser la justicia de Jesucristo, que es pasaporte para el cielo y me da la
gracia para entrar en él.
V. Y finalmente: “¿Pues de qué sirve la ley?” Fue enviada al mundo para guardar a los
cristianos de confiar en su propia justicia. ¿Pueden llegar a ser farisaicos los cristianos?
Ciertamente que sí. El mejor de ellos difícilmente podrá zafarse de la vanagloria y del orgullo de
su rectitud. John Knox, en su lecho de muerte, fue asaltado por su propia justicia. “La ultima
noche de su vida en la tierra durmió algunas horas seguidas, durante las cuales lanzó profundos y No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 35
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
fuertes gemidos. Al ser preguntado por qué gemía tan profundamente, respondió: “Durante mi
vida he resistido muchos ataques de Satanás, pero en estos momentos me ha atacado más terriblemente que nunca, y ha empleado toda su fuerza para acabar conmigo de una vez. La astuta
serpiente se ha esforzado en persuadirme de que he merecido el cielo y la bendición eterna por
haber sido fiel en el cumplimiento de mi ministerio. Pero, bendito sea Dios que me ha permitido
sofocar este ígneo dardo, recordándome pasajes como éste: “¿Qué tienes que no hayas recibido?”
Y. “Por la gracia de Dios soy lo que soy.” Sí, y cada uno de nosotros hemos sentido lo mismo. A
veces me han dado ganas de reír cuando algunos de mis hermanos han venido a decirme: “Confío
que Dios le conservará humilde”, cuando ellos mismos eran mucho más orgullosos que aquellos a
quienes la eminencia hace engreídos. Eran muy sinceros orando para que yo fuera humilde,
alimentando sin saberlo su propio orgullo con su fama de humildad. He renunciado hace mucho
tiempo a instar a la gente a que sean humildes, porque esto tiende naturalmente a hacerlos orgullosos. Solemos decir: “¡Dios mío!, esta gente teme que me vuelva orgulloso; debo tener algo de
que estarlo.” Y añadimos: “Pero, ¡no dejaré que lo noten!”, y tratamos de reprimir nuestro orgullo
aunque en realidad, interiormente, somos tan orgullosos como el mismo Lucifer. Encuentro que
las personas más soberbias y más pagadas de su propia justicia son aquellas que no hacen nada,
que no les preocupa lo más mínimo lo que los demás opinan sobre su propia bondad. La vieja verdad del libro de Job se hace realidad. Sabéis que al principio dice: “Estaban arando los bueyes, y
las asnas paciendo cerca de ellos.” Y algo semejante ocurre generalmente en el mundo. Los
bueyes están arando en la iglesia -hay algunos que trabajan arduamente para Cristo- y las asnas
paciendo cerca de ellos en las estancias más selectas, y en la parte más fértil de la tierra. Éstas son
las personas que más hablan sobre el fariseísmo. ¿Qué hacen? Ni lo suficiente para ganarse la
vida, y creen poder ganar el cielo. Se sientan, se cruzan de brazos, y están plenamente
convencidos de su justicia, porque de vez en cuando dedican algo de dinero a obras de caridad.
No hacen nada, y no obstante se vanaglorian de su propia rectitud. Y con los cristianos pasa lo
mismo. Si Dios te hace laborioso y te mantiene entregado a su servicio, es menos probable que te
envanezcas con tu propia rectitud que si no haces nada. Pero de todas formas, siempre existe una
tendencia natural a ello. Por esta razón, Dios ha escrito la ley, para que cuando la leamos
podamos ver nuestras faltas; para que cuando nos miremos en ella, como en un espejo, podamos
ver las impurezas de nuestra carne, tener motivo para aborrecernos en saco y ceniza, y suplicar a
Jesús misericordia. Usa la ley de esta manera y no de otra.
Oigo decir a uno: “Señor, ¿hay aquí alguno a quien le haya estado predicando
intencionadamente?” Sí, me gusta predicar a la persona aunque no personalice; y no creo que sea
útil el hacerlo de una forma ambigua, sino directamente al individuo, y directamente al corazón.
En todas las esferas sociales hallamos gente que dice con todo desparpajo: “Soy un padre de
familia tan bueno como el mejor que pueda encontrar en el distrito; soy un buen comerciante,
pago veinte chelines por libra, no soy como el señor Fulano, voy a la iglesia o a la capilla, y esto
es mucho más de lo que todo el mundo hace. Pago mis cuotas -porque, ¿sabe?, estoy suscrito a la
enfermería-, digo mis oraciones, y por todo ello creo que tengo tantas probabilidades de ir al cielo
como el que más”. Me parece que tres de cada cuatro personas de esta ciudad piensan algo por el
estilo. Ahora bien, si este es el fundamento de vuestra fe, tenéis una esperanza corrompida. La
tabla en que estáis colocados no resistirá vuestro peso en el día del Juicio de Dios. Vive el Señor
mi Dios, en cuya presencia estoy, que “si vuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y
fariseos, no entraréis en el reino de los cielos”. Y si penséis que las mejores acciones de vuestra
propia factura pueden salvaros, sabed esto: “Mas Israel que seguía la ley de justicia, no ha llegado
a la ley de justicia”. Aquellos que no la buscaban, la alcanzaron. ¿Por qué? Porque los unos la
buscaron por la fe, y los otros por las obras de la ley y no la hallaron. Oíd ahora el Evangelio,
hombres y mujeres; dejad de vanagloriaros de vuestra propia justicia; desechad vuestras
esperanzas, con toda la confianza que brota de esto:
«Toda una eternidad llorar podría, Podría en vivo celo desvelarme; Mas mi pecado ello
no expiaría; Sólo Tú, mi Señor, puedes salvarme». No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 36
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
Si queréis saber como hemos de ser salvos, oíd esto: debéis venir a Cristo sin traer nada vuestro.
Él ha guardado la ley. Tenéis que ser hallados vestidos con su justicia. Cristo ha sufrido en lugar
de todo el que se arrepiente. Ha padecido tu propio castigo. Y por la fe en la santificación y
expiación de Cristo, serás salvo. Ven, pues, fatigado y abrumado por tu carga, herido y
desgarrado por la caída. Venid, pues, pecadores. Venid, pues, moralistas. Venid, pues, todos
vosotros, los que os dais cuenta de que habéis quebrantado la ley de Dios; dejad vuestras propias
esperanzas y venid a Jesús; Él os admitirá, os dará vestiduras de justicia sin mácula, y os hará
suyos para siempre. “Pero, ¿cómo puedo ir?”, dice uno. “¿Debo ir a casa y orar?” No, señor, no.
Desde el lugar donde permaneces ahora puedes venir a la cruz. ¡Oh!, si te reconoces pecador te
suplico que ahora mismo, antes de que tus pies dejen el suelo que pisas, digas esto:
«Yo me arrojo en tus brazos, Señor mío.
Salva mi alma hasta el postrer día.»
Ahora, humillaos, despreciad vuestra justicia. “No digas en tu corazón: ¡Quién subirá al cielo
(esto es, para traer abajo a Cristo). Cercana está la palabra, en tu boca y en tu corazón; que si
confesores con tu boca al Señor Jesús, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los
muertos, serás salvo.” Sí, tú, tú, tú. ¡Oh!, bendigo al Señor porque sabemos que hay cientos de
personas que han creído en Cristo en este lugar. Algunos de los más malvados de la raza humana
han venido a mí no hace mucho tiempo y me han contado lo que Dios ha hecho por ellos. Oh, que
vosotros vengáis también ahora a Jesús. Recordad que el que creyere será salvo, aunque sus
pecados sean incontables; y el que no creyere, aunque sean pocos sus delitos, perecerá. ¡Oh!, que
el Espíritu Santo os lleve a creer, para que así podáis escapar de la ira que ha de venir, y tener un
lugar en el cielo con los redimidos. No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 37
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
V. LOS DOS EFECTOS DEL EVANGELIO
«Porque para Dios somos buen olor de Cristo en los que se salvan, y en los
que se pierden; a estos ciertamente olor de muerte para muerte, y a aquellos
olor de vida para vida. Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?» (II
Corintios 2:15,16).
Éstas son palabras de Pablo hablando en su propio nombre y en el de sus hermanos los apóstoles,
y pueden aplicarse a todos los que son elegidos por el Espíritu, calificados y enviados a la viña
para predicar el Evangelio de Dios. A menudo, he admirado el versículo 14 de este capítulo, especialmente al recordar los labios que pronunciaron aquellas palabras: “Mas a Dios gracias, el cual
hace que siempre triunfemos en Cristo Jesús, y manifiesta el olor de su conocimiento por nosotros
en todo lugar”. Imaginaos a Pablo, el anciano, el hombre que había recibido cinco veces
“cuarenta azotes menos uno”, que había sido arrastrado como muerto; el hombre de los grandes
sufrimientos, que había pasado a través de todo un mar de persecuciones; recordadle diciendo, al
final de su carrera ministerial: “Mas a Dios gracias, el cual hace que siempre triunfemos en Cristo
Jesús”; triunfar siendo un naufrago, triunfar al ser azotado, triunfar al estar en el cepo de castigo,
triunfar al ser apedreado, triunfar en medio de las burlas del mundo, triunfar al ser echado de una
ciudad y mientras sacudía el polvo de sus pies; ¡triunfar siempre en Cristo Jesús! Si algunos
ministros modernos hablaran de ese modo, no les haríamos mucho caso, porque gozan del beneplácito del mundo. Pueden ir a sus casas tranquilos y en paz; tienen un pueblo que les admira, y
no tienen enemigos declarados; sólo reciben alabanzas, todo es seguro y agradable. El que ellos
digan: “Mas a Dios gracias, el cual hace que siempre triunfemos”, no tiene importancia; pero oírlo
decir a uno como Pablo, tan maltratado, tan probado y tan afligido, nos hace considerarlo
francamente un héroe. He aquí un hombre que tenía verdadera fe en Dios y en lo sobrenatural de
su misión.
Y cuán dulce es, hermanos míos, el consuelo que Pablo aplicaba a su propio corazón en medio de
todas sus calamidades. Decía que, a pesar de todo, Dios “manifiesta el olor de su conocimiento
por nosotros en todo lugar”. ¡Ah! Con este pensamiento un ministro puede dormir tranquilo:
“Dios manifiesta el olor de su conocimiento”. Con esto, puede cerrar sus ojos cuando acabe su
carrera y abrirlos en el cielo: “Dios, por mediación mía, manifestó en todo lugar el olor de su
conocimiento”. Seguid, pues, las palabras de mi texto, que os expondré dividido en tres partes.
Nuestra primera observación será que, aunque el Evangelio es un “buen olor” en todo lugar,
produce diferentes efectos en diferentes personas: “a estos ciertamente olor de muerte para
muerte, y a aquellos olor de vida para vida”. La segunda consideración será que los ministros del
Evangelio no son responsables de sus éxitos, porque dice: “Para Dios somos buen olor de Cristo
en los que se salvan, y en los que se pierden”. Y en tercer lugar, veremos que la posición del
ministro del Evangelio no es muy llevadera, su deber es muy penoso, porque el mismo apóstol
dijo: “Y para estas cosas ¿quién es suficiente?”
I. Comprobemos primeramente, cómo el Evangelio produce diferentes efectos. Puede
parecer extraño, pero es cierto, que hay pocas cosas buenas en el mundo de las que no se desprenda algún mal. Observemos cómo lucen los rayos solares, y admiremos sus efectos: ablanda la
cera y endurece la arcilla; la lluvia de su dorada luz en el trópico hace que la vegetación sea
extremadamente lujurioso, maduren los más ricos y escogidos frutos y broten las flores más
hermosas, pero ¿quién no sabe que en aquellos lugares se crían los peores y más venenosos
reptiles de la tierra? Así ocurre con el Evangelio. Aunque es el sol de justicia para el mundo,
aunque es el mejor regalo de Dios y nada puede ser comparado a la inmensidad de beneficios que
dispensa sobre la raza humana, a pesar de todo, debemos confesar que, a veces, es “olor de muerte
para muerte”. Pero no vamos a culpar de ello al Evangelio; la falta no es de la verdad de Dios, No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 38
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
sino de aquellos que no la aceptan. Es “olor de vida para vida” para todo aquel que lo oye con un
corazón abierto para recibirlo. Y es sólo “muerte para muerte”, para el hombre que odia la verdad,
que la menosprecia, se burla de ella, e intenta oponerse a su progreso. En primer lugar, pues,
vamos a hablar de este aspecto.
1. El Evangelio es para algunos hombres, “olor de muerte para muerte”. Ahora bien, esto
depende en gran parte de que entendemos por Evangelio; porque hay algunas cosas llamadas
evangelio, que son “olor de muerte para muerte” para todos aquellos que las oyen. John Berridge
decía que predicó la moralidad hasta que no quedó en el pueblo un hombre moral; porque el modo
más seguro de dañar la moralidad es la predicación legalista. La predicación de las buenas obras y
el exhortar a los hombres a la santidad como medios de salvación son admirados en teorías, pero
en la práctica se demuestra, no solamente que no son eficaces, sino, lo que es peor, que a veces se
convierten en “olor de muerte para muerte”. Así se ha comprobado; y creo que incluso el gran
Chalmers confesó que durante años y años antes de conocer al Señor, no predicó otra cosa que
moralidad y preceptos, pero nunca vio a ningún borracho convertido por el mero hecho de
mostrarle los males de la embriaguez; ni vio a ningún blasfemo que dejara de blasfemar porque le
dijera la atrocidad del pecado. No conoció el éxito sino cuando empezó a predicar el amor de
Jesús; cuando predicó el Evangelio como es en Cristo, en toda su claridad, plenitud y poder, y la
doctrina de que “por gracia sois salvos por la fe; y esto no es de vosotros, pues es don de Dios”.
Al predicar la salvación por la fe, por multitudes los borrachos arrojaron sus copas y los blasfemos
refrenaron sus lenguas; los ladrones se hicieron honrados, y los injustos e impíos inclinaron su
cetro a Jesús. Pero habéis de reconocer, como os dije antes, que aunque el Evangelio
principalmente produce el mejor de los efectos en casi todos aquellos que lo oyen, ya sea
apartándoles del pecado, ya haciéndoles abrazarse a Cristo, es un hecho grande y solemne, y sobre
el cual difícilmente se como hablar esta mañana que, para muchos hombres, la predicación del
Evangelio de Cristo es “muerte para muerte”, y produce mal en vez de bien.
(1) Y el primer sentido es el siguiente: Muchos hombresse endurecen en sus pecados al oír el
Evangelio. ¡Oh!, qué verdad más terrible y solemne es que, de todos los pecadores, algunos
pecadores de santuario son los peores. Aquellos que pueden sumergirse más en el pecado, y
tienen la conciencia más, tranquila y el corazón más duro, se encuentran en la propia casa de Dios.
Yo sé bien que un ministro fiel servirá de acicate a los hombres, y las severas amonestaciones de
un Boanerges a menudo les hará estremecerse. Igualmente, observo que la Palabra de Dios hace a
veces que su sangre se coagule en sus venas; pero sé también (porque los he visto) que hay
muchos que convierten la gracia de Dios en disolución, e incluso hacen de la verdad de Dios un
disfraz para el diablo, y profanan la gracia de Dios para paliar su pecado. A tales hombres los he
podido hallar entre aquellos que oyen las doctrinas de la gracia en toda su plenitud. Son los que
dicen: “Soy elegido, por eso puedo blasfemar; soy uno de los que fueron escogidos por Dios antes
de la fundación del mundo, por ello puedo vivir como se me antoje”. He visto a un hombre que,
subido en la mesa de una taberna y sosteniendo el vaso en su mano, decía: “¡Compañeros! Yo
puedo hacer y decir más que cualquiera de vosotros; yo soy uno de esos que están redimidos por la
preciosa sangre de Jesús”; y acto seguido se bebió su vaso de cerveza y comenzó a danzar ante los
demás, mientras entonaba viles y blasfemas canciones. He aquí a un hombre para quien el
Evangelio es “olor de muerte para muerte”. Oye la verdad, pero la pervierte; toma aquello que
está puesto por Dios para su bien y lo utiliza para suicidarse. El cuchillo que le fuera dado para
abrir los secretos del Evangelio, lo vuelve contra su propio corazón. La que es la más pura de
todas las verdades y la más elevada de todas las moralidades es convertida en la alcahueta de sus
vicios, y hace de ella un andamio que le ayude a construir el edificio de sus maldades y pecados.
¿Hay aquí alguno que sea como este hombre, a quien le gusta oír el Evangelio, como vosotros lo
llamáis, y no obstante viva impunemente? ¿Quién puede decir de vosotros que sois los hijos de
Dios, y que a pesar de ello os comportáis como feudatarios sirvientes de Satanás? Sabed bien que
sois unos embusteros e hipócritas, porque la verdad no está de ningún modo en vosotros.
“Cualquiera que es nacido de Dios, no peca.” A los elegidos de Dios no se les permitirá vivir en No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 39
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
continuo pecado; ellos nunca “convertirán la gracia de nuestro Dios en disolución”, sino que, en
todo lo que dependa de ellos, se esforzarán por permanecer cerca de Jesús. Tened esto por seguro:
“Por sus frutos los conoceréis”. “No puede el buen árbol llevar malos frutos, ni el árbol maleado
llevar frutos buenos”. No obstante, esas personas están continuamente convirtiendo el Evangelio
en maldad. Pecan arrogantemente por el mero hecho de que han oído lo que ellos creen que excusa sus vicios. No hallo nada peor bajo el cielo, ni que pueda extraviar tanto a los hombres, como
un Evangelio pervertido. Una verdad corrompida es, generalmente, peor que una doctrina que
todos saben que es falsa. Al igual que el fuego, uno de los elementos más útiles, puede causar la
mayor de las catástrofes, así el Evangelio, lo mejor que poseemos, puede convertirse en la más vil
de las causas. Este es un sentido en el que el Evangelio es “olor de muerte para muerte”.
(2) Pero hay otro más. Es un hecho que el Evangelio de Jesucristo aumentará la condenación
de algunos hombres en el día del juicio final. De nuevo me sobrecojo al decirlo, porque es un
pensamiento demasiado horrible para aventurarse a hablar de él -que el Evangelio de Cristo
vaya a hacer del infierno para algunos hombres un lugar aun más terrible de lo que hubiera sido de
otro modo-. Todos los hombres se hubieran hundido en el infierno de no haber sido por el
Evangelio. La gracia de Dios redimirá a “una gran compañía, la cual ninguno puede contar”;
guardará a un ejército incontable que será salvado en el Señor con una salvación eterna; pero, al
mismo tiempo, a aquellos que la rechazan les hace más terrible la condenación. Y os diré por qué:
Primeramente, porque los hombres pecan contra una luz superior; y la luz que poseemos es una
excelente medida para nuestra culpa. Lo que un hotentote puede hacer sin que para el sea
delictivo, para mí puede ser el mayor de los pecados, porque estoy mejor instruido; y lo que
alguno pueda hacer en Londres con impunidad -me refiero a un pecado contra Dios que no sea
excesivamente grande- podría parecerme a mí la mayor de las transgresiones, porque desde mi
juventud he sido instruido en la piedad. El Evangelio viene sobre los hombres como la luz del
cielo. ¡Qué errante debe andar el que se extravía en la luz! Si el que es ciego cae en la zanja,
podemos compadecerle, pero si un hombre con la luz en sus ojos se arroja al precipicio y pierde su
alma, ¿verdad que la compasión está fuera de lugar?
«¡Cómo merece el más profundo infierno
Quien desprecia Su Reino de alabanza!
¡Cómo fuego sufrirá de venganza
El que se burle del Amor Eterno!»
Os repito que aumentará vuestra condenación, a menos que encontréis en Jesucristo a vuestro
Salvador; porque haber tenido la luz y no haber andado en ella será la misma esencia de la
condonación. Éste será el virus de la culpa: que “la luz vino al mundo, y los hombres amaron más
las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”.
Vuestra condenación será también aumentada si os oponéis al Evangelio. Si Dios traza un
proyecto de misericordia, y el hombre se levanta contra él, ¿no será grande su pecado? ¿No fue
inmensa la culpa en que incurrieron hombres tales como Pilato, Herodes y los judíos? ¡Oh!,
imaginaos la condena de aquellos que gritaron: “¡Crucificale! ¡Crucificale!” ¿Y qué lugar del
fuego del infierno arderá con fuerza suficiente para el hombre que calumnia a los ministros de
Dios, para el que habla mal de Su pueblo, para el que odia Su verdad, y que, si pudiera, borraría de
la tierra todo rastro de piedad? ¡Quiera Dios ayudar al infiel y al blasfemo! Dios salve sus almas,
porque si me dieran a escoger de entre todos los hombres, no elegiría jamás ser como uno de ellos.
¿Pensáis vosotros que Dios no tendrá en cuenta lo que los hombres dicen? Uno ha maldecido a
Cristo, llamándole charlatán. Otro ha declarado (sabiendo que mentía) que el Evangelio es falso.
Un tercero ha proclamado sus máximas licenciosas, y después ha señalado a la Palabra de Dios
diciendo: “¡Hay peores cosas en ella!” Y otro ha insultado a los ministros de Dios ridiculizando
imperfecciones. ¿Creéis que Dios olvidara todo esto en el último día? Cuando sus enemigos se
presenten ante Él, ¿los tomará de la mano y les dirá: “El otro día llamaste perro a mi siervo, y
escupiste sobre él, ¡y por esto te daré el cielo!”? No; si el pecado no ha sido lavado por la sangre
de Cristo, dirá: ¡Apártate, maldito, al infierno del que te mofabas!; abandona el cielo que tú No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 40
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
despreciabas, y aprende que, aunque decías que no había Dios, ésta, mi mano derecha, te enseñará
eternamente la lección de que lo hay, porque aquel que no me descubra por mis obras de
benevolencia, sabrá de mí por mis hechos de venganza; así pues, ¡apártate te digo!” A aquellos
que se han opuesto a la verdad de Dios, les será aumentado el castigo. Ahora bien, ¿no es ésta una
solemne visión de que el Evangelio es para muchos “olor de muerte para muerte”?
(3) Consideraremos aún otro sentido. Creo que el Evangelio hace a algunos seres de este
mundo más desgraciados de lo que hubieran sido. El borracho podría beber y gozarse en su
embriaguez con mayor alegría, si no hubiera oído decir: “Todos los borrachos tendrán su parte en
el lago que arde con fuego y azufre”. Cuán jovialmente el transgresor del domingo alborotaría
durante todo el día si la Biblia no dijera: “¡Acuérdate del día de reposo, para santificarlo!” Y cuán
felizmente podría lanzarse en su loca carrera el libertino y el licencioso, si no se hubiera dicho:
“¡La paga del pecado es muerte, y después el juicio!” Pero la verdad pone amargura en sus copas;
los avisos de Dios hielan la corriente de su alma. El Evangelio es como el esqueleto en la fiesta de
los egipcios: aunque durante el día se ríen de él, por la noche tiemblan como hojas de álamo
blanco, y cuando las sombras del atardecer se ciernen sobre ellos, se estremecen al menor susurro.
Ante el pensamiento de su condición futura, su gozo se entristece, y la inmortalidad, en vez de ser
un regalo para ellos, es, sólo al pensar en ella, el tormento de su existencia. Las dulces palabras de
amor de la misericordia no son para ellos más armoniosas que el estruendo del trueno, porque
saben que las menosprecian. Sí, he conocido a algunos que han sido tan desgraciados a causa del
Evangelio, al no querer abandonar sus pecados, que han estado a punto de suicidarse. ¡Oh!, ¡qué
terrible pensamiento! El Evangelio es “olor de muerte para muerte”; ¿para cuántos de los que
estáis aquí es así?, ¿quién está ahora oyendo la palabra de Dios para ser condenado por ella?,
¿quién saldrá de aquí para ser endurecido por la voz de la verdad? Así será para todo hombre que
no crea en ella; porque para aquellos que la reciben es “olor de vida para vida”, pero para los
incrédulos es una maldición, y “olor de muerte para muerte”.
2. Empero, bendito sea Dios, el Evangelio tiene un segundo poder. Además de ser “muerte
para muerte”, es “olor de vida para vida”. ¡Ah!, hermanos míos, algunos de nosotros podríamos
hablar, si ello nos fuera dado esta mañana, del Evangelio como “olor de vida” para nosotros.
Volvamos la vista atrás a la hora en que estábamos “muertos en delitos y pecados”. En vano todos
los truenos del Sinaí, en vano los avisos de los atalayas: dormíamos en el sueno letal de nuestras
culpas, y ni un ángel podría habernos desertado. Y contemplemos también, con alegría, aquella
hora en que entramos por primera vez dentro de los muros de un santuario y, para nuestra salvación, oímos la voz de la misericordia. A algunos de vosotros os ocurrió hace unas semanas. Yo se
dónde estáis y quiénes sois; hace sólo unas semanas o unos meses, también vosotros estabais lejos
de Dios, pero habéis sido llevados a amarle. Recuerda, cristiano hermano mío, aquel momento en
que el Evangelio fue para ti “olor de vida”, cuando te separaste de tus pecados, renunciaste a tus
concupiscencias, y volviéndote a la Palabra de Dios, la recibiste con todo tu corazón. ¡Ah!,
¡aquella hora, la más dulce de todas! Nada puede compararse a ella. Conocí a una persona que
durante cuarenta o cincuenta años había permanecido completamente sorda; una mañana, sentada
a la puerta de su casa, mientras pasaban algunos vehículos por delante de ella, creyó oír una
música melodioso. No era música, era solamente el ruido de los carruajes. Su oído se había
abierto repentinamente, y aquel sonido ordinario le pareció como música celestial, porque era la
primera vez que oía en tantos años. De forma parecida, la primera vez que nuestros oídos se
abrieron para oír las palabras del amor -la seguridad de nuestro perdón- oímos la palabra como
nunca hasta entonces; nunca nos pareció tan dulce y quizás, aun en estos momentos, miramos
atrás y decimos:
« ¡Horas de gozo que viviera entonces!
¡Vuestro recuerdo calma dulcemente!»
Cuando por primera vez fue “olor de vida” para nuestras almas.
Así pues, si alguna vez ha sido “olor de vida”, siempre lo será; porque no dice que sea olor de vida
para muerte, sino olor de vida para vida”. Al llegar a este punto, debo asestar otro golpe a mis No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 41
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
antagonistas los arminianos; no puedo remediarlo. Ellos sostienen que, a veces, el Evangelio es
olor de vida para muerte. Nos dicen que un hombre puede recibir vida espiritual, y no obstante,
morir eternamente. Es decir, puede ser perdonado y, después, castigado; puede ser justificado de
todo pecado, y sin embargo sus faltas pueden ser cargadas de nuevo sobre sus espaldas. Un
hombre puede haber nacido de Dios, y no obstante morir; puede ser amado por Dios, y a pesar de
ello Dios puede odiarle mañana. ¡Oh! No puedo soportar el hablar de tales doctrinas de mentira;
que crean en ella los que quieran. Por lo que a mí respecta, creo tan profundamente en el amor
inmutable de Jesús, que supongo que si un creyente estuviera en el infierno, el mismo Cristo no
estaría mucho tiempo en el cielo sin gritar: “¡Al rescate! ¡Al rescate!” ¡Oh!, si Jesucristo estuviera
en la gloria y de su corona faltara una de sus piedras preciosas, la cual poseyera Satanás en el
infierno, éste diría: “¡Mira, Príncipe de la luz y de la gloria, tengo en mi poder una de tus joyas!”
Y manteniéndola en alto, gritaría: “Tú diste tu vida por este hombre, pero no tienes poder
suficiente para salvarle; Tú lo amaste una vez, ¿dónde está tu amor? ¿De nada le sirve porque más
tarde lo odiaste!” Y cómo se reiría sarcásticamente de aquel heredero del cielo, diciendo: “Este
hombre fue redimido; Jesucristo lo compró con su sangre”. Y, arrojándolo a las olas del averno
con grandes carcajadas, diría: “¡Toma, redimido!; Ve como puedo robar al Hijo de Dios!” Y con
gozo maligno continuaría repitiendo: “Este hombre fue perdonado, ¡contemplad la justicia de
Dios! Es castigado después de haber recibido el perdón. Cristo sufrió por sus pecados y, no obstante, yo lo poseo; ¡porque Dios hizo pagar la deuda dos veces!” ¿Creéis que podrá decirse esto?;
Ah!, no. Es “olor de vida para vida”, y no de vida para muerte. Seguid con vuestro evangelio
envilecido, predicadlo donde os plazca; pero mi Maestro dijo: “Yo doy a mis ovejas vida eterna”.
Vosotros dais a vuestras ovejas vida temporal, y ellas la pierden; pero Jesús dice: “Yo les doy vida
ETERNA; y no perecerán para siempre, ni nadie las arrebatará de mi mano”. Cuando hablo de
este tema, generalmente me acaloro, porque creo que hay muy pocas doctrinas tan importantes
como la de la perseverancia de los santos; porque si uno de los hijos de Dios llegara a perecer, o si
yo supiese que esto pudiera suceder, sacaría la conclusión inmediata de que yo podría ser uno de
ellos, y supongo que a cada uno de vosotros os pasaría lo mismo y en este caso ¿dónde están el
gozo y la felicidad del Evangelio? De nuevo repito que el evangelio arminiano es una cáscara sin
almendra; una corteza. Sin el fruto; que se lo queden aquellos a quienes agrada. No discutiremos
con ellos. Dejad que continúen predicándolo. Dejad que sigan diciendo a los pobres pecadores
que, si creen en Jesús, serán condenados después de todo; que Jesucristo les perdonará y que, a
pesar de ello, el Padre los enviará al infierno. Seguid predicando vuestro evangelio, porque ¿quién
lo escuchará?; y si alguno lo escucha, ¿le sirve de algo oírlo? Os digo que no; porque si después
de la conversión voy a quedarme en el mismo escalón en que me encontraba antes de convertirme,
de nada me sirve, entonces, haber sido convertido. Mas a aquellos a quienes Él ama, los ama
hasta el fin.
«Una vez en Cristo, en Cristo para siempre;
Nada puede desunirse o separarse de Su amor.»
Es “olor de vida para vida”. No solamente “vida para vida” en este mundo, sino “vida para vida”
eternamente. Todo el que posea esta vida, recibirá la venidera; “gracia y gloria dará Jehová. No
quitará el bien a los que en integridad andan”. Me veo obligado a dejar este punto; pero si mi
Maestro lo toma en sus manos y hace de estas palabras “olor de vida para vida” en esta mañana,
me gozaré de haberlas pronunciado.
II. Nuestra segunda afirmación era que EL MINISTRO NO ES RESPONSABLE DE SUS
ÉXITOS. Es responsable de lo que predica y de su vida y acciones, pero no es responsable de los
demás. Si yo, predicando la Palabra de Dios, no viera que se salvase algún alma, el Rey diría:
“¡Bien, buen siervo y fiel!” Si no dejo de dar mi mensaje, y ninguno lo quiere escuchar, Él dirá:
“Has peleado la buena batalla; recibe tu corona”. Oíd las palabras del texto: “Porque para Dios
somos buen olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se pierden”. Esto se verá claro si os
digo cómo se le llama al ministro del Evangelio en la Biblia. A veces es llamado embajador. No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 42
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
Ahora bien, ¿de qué es responsable un embajador? Es enviado a un país como plenipotenciario,
lleva a la conferencia condiciones de paz, hace uso de todos sus talentos para servir a su señor,
intenta demostrar que la guerra es enemiga de los intereses de ambos países, se esfuerza en
conseguir la paz; pero el otro rey le rechaza altaneramente. Cuando vuelve a su país, su señor le
pregunta “¿Por qué no hiciste la paz?” “Porque”, contesta el embajador, “les expuse las condiciones y no quisieron oírlas.” “Bien”, dirá aquel, “has cumplido con tu deber; no voy a culparte
si continúa la guerra.”
En otras partes, el ministro del Evangelio es un pescador. Como es natural, un pescador no es
responsable de la cantidad de peces que coge, sino de la forma en que pesca. Esto es una
bendición para algunos ministros, porque no han pescado nunca nada, y ni siquiera han atraído
ningún pez cerca de sus redes. Han pasado toda su vida pescando con elegantes hilos y anzuelos
de plata y oro; siempre utilizaron hermosas y pulidas frases, pero a pesar de todo el pez no picó;
mientras que nosotros, que somos de una clase más ruda, hemos puesto el anzuelo en la boca de
muchos centenares. No obstante, si echamos la red del Evangelio en el lugar adecuado, aunque no
pesquemos nada, el Señor no hallará en nosotros falta alguna. Nos preguntará: “Pescador, ¿hiciste
tu labor?, ¿arrojaste las redes al mar en tiempo de tormentas?” “Sí, mi Señor, así lo hice.” “¿Y qué
ha pescado?” “Uno o dos, solamente.” “Bien, podía haberte mandado multitudes si así me hubiese
placido; no es tuya la culpa. En mi soberanía, doy donde me place o niego cuando así lo prefiero;
pero en lo que a ti respecta, has hecho bien tu labor, por ello he aquí tu recompensa.” Algunas
veces el ministro es comparado con un sembrador. Y ningún agricultor hace responsable de la
cosecha al sembrador; toda su responsabilidad consiste en si hizo la siembra, y si sembró la
semilla adecuada. Si la echa en buena tierra, entonces es feliz; pero si cae en el borde del camino,
y las aves del cielo la devoran, ¿quién culpará al sembrador?; ¿podía haberlo remediado? No, él
cumplió con su deber; esparció las semillas ampliamente y allí las dejó. ¿A quien ha de culparse?
Al sembrador no, desde luego. De esta forma, amados míos, si un ministro va al cielo con una
sola gavilla en sus espaldas, su Señor le dirá: “¡Segador, que fuiste sembrador!, ¿dónde
recolectaste tu gavilla?” “Señor, sembré sobre la roca, y no creció; solamente un grano, en la
mañana de un domingo afortunado, recibió de través un soplo de aire y cayo sobre un corazón
preparado; y ésta es mi única gavilla.” “¡Aleluya!”, resonarán los coros angelicales, “una gavilla
de entre las rocas es para Dios más honor que miles de ellas de una buena tierra; por ello, que se
siente tan cerca del trono como aquel que viene inclinado bajo el peso de sus muchas gavillas,
procedentes de alguna tierra fértil.” Creo que, si hay grados en la gloria, no estarán en proporción
al éxito, sino a la vehemencia de nuestros esfuerzos. Si procedemos correctamente, y si con todo
nuestro corazón nos desvivimos para cumplir con nuestros deberes de ministros, aunque no
veamos nunca ningún resultado, recibiremos la corona. Pero, cuanto más feliz es el hombre del
que se dirá en el cielo: “Reluce eternamente, porque fue sabio y ganó muchas almas para la
justicia”. Siempre ha sido para mí el mayor gozo creer que si yo entrara en el cielo, contemplaría
en días futuros sus puertas abiertas, y por ellas vería entrar volando un querube quien, mirándome
a la cara, pasaría sonriente ante el trono de Dios, y después de haberse inclinado ante Él, y una vez
prestado homenaje y adoración, vendría a estrecharme la mano aunque fuéramos desconocidos; y
si hubiera lágrimas en el cielo, yo lloraría al oírle decir: “Hermano, de tus labios oí la palabra, tu
voz me amonestó por primera vez de mi pecado, y heme aquí contigo, el instrumento de mi
salvación. “Y mientras las puertas permanezcan abiertas, una tras otra irán llegando las almas
redimidas; y por cada una de éstas, una estrella, una piedra preciosa en la diadema de gloria; por
cada una de ellas otro honor y otra nota en el himno de alabanza. “Bienaventurados los que
mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, porque sus obras con ellos siguen.”
¿Qué será de algunos buenos cristianos, de los que ahora están en Exeter Hall, si el valor de las
coronas en el cielo se mide por las almas que hayan salvado? Alguno de vosotros poseerá una
corona en el cielo sin una sola estrella. Hace poco tiempo leí algo sobre este tema: Un hombre en
el cielo con una corona sin una sola estrella. ¡No salvo ni siquiera a uno! Gozaba en el cielo de
felicidad completa porque le había salvado la Misericordia divina; pero, ¡oh!, ¡estar en el cielo sin
una sola estrella! ¡Madre!, ¿qué dirías tú si estuvieras en el cielo sin uno de tus hijos que adornara No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 43
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
tus sienes con una estrella? ¡Ministro!, ¿qué dirías si, con ser orador refinado, no poseyeras ni una
estrella? ¡Escritor!, ¿te parecería bien haber escrito incluso tan gloriosamente como Milton, y que
luego en el cielo te encontraras sin una estrella? Me temo que prestemos muy poca atención a
esto. Los hombres escriben enormes folios y tomos, para verlos un día en las bibliotecas, y para
que sus nombres sean famosos para siempre. ¡Pero cuán pocos se preocupan de ganar estrellas
perennes en el cielo! Afánate, hijo de Dios, afánate, porque si deseas servir a Dios, el pan que
eches sobre las aguas no se perderá para siempre. Si arrojas la semilla entre los pies del buey o
del asno, obtendrás una cosecha gloriosa en el día en que Él venga a reunir a sus elegidos. El
ministro no es responsable de su éxito.
III. Y en último lugar, PREDICAR EL EVANGELIO ES UNA TAREA ELEVADA Y
SOLEMNE. El ministerio ha sido a menudo rebajado a una profesión. En estos días se hace
ministros de hombres que hubieran sido buenos capitanes de mar, o hubieran servido muy bien
para estar detrás de un mostrador, pero que nunca estuvieron hechos para el púlpito. Son
seleccionados por los hombres, atiborrados de literatura, educados hasta un cierto nivel, revestidos
adecuadamente, y el mundo les llama ministros. Deseo que Dios les haga triunfar, porque como
solía decir el bueno de Joseph Irons: “Dios esté con muchos de ellos, aunque sólo sea para aguantarles la lengua”. Los ministros hechos por los hombres no tienen utilidad en este mundo, y
cuanto antes nos libremos de ellos mejor. He aquí su forma de proceder; preparan sus manuscritos
muy cuidadosamente, los leen el domingo con la mayor suavidad, a sotto voce, y de esta forma la
gente se marcha complacida. Pero ese no es el modo de predicar de Dios. Si así fuera, me siento
capaz de predicar para siempre. Puedo comprar sermones manuscritos por un chelín, es decir, con
tal de que ya hayan sido predicados unas cincuenta veces; si los utilizo por primera vez valen una
guinea o más. Pero esa no es la manera. Predicar la Palabra de Dios no es lo que algunos parecen
creer, un simple juego de niños, un simple negocio o profesión que puede ejercer cualquiera. Un
hombre debe sentir, en primer lugar, la atracción de una llamada solemne; después, debe saber que
realmente posee el Espíritu de Dios y que cuando habla existe una influencia sobre el que le
capacita para predicar como Dios quiere que lo haga; de otra forma debería abandonar el púlpito
inmediatamente, porque no tiene ningún derecho a estar en él aunque la iglesia sea de su
propiedad. No ha sido llamado para anunciar la verdad de Dios, y Dios le dice: “¿Qué tienes tú
que hablar de mis leyes?”
Mas vosotros decís: “¿Qué dificultad existe en la predicación del Evangelio de Dios?” Bien, debe
ser algo duro, porque Pablo dijo: “Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?” Antes que nada os
diré que es difícil, porque así está hecho para que no sea tergiversado por prejuicios propios al
predicar la Palabra. Cuando se tiene que hablar con severidad, el corazón nos dice: “No lo hagas.
Si hablas de esta forma te juzgarás a ti mismo”; y entonces existe la tentación de no hacerlo. Otra
prueba es que tememos desagradar al rico de nuestra congregación. De esta forma, pensamos: “Si
digo esto y lo otro, fulano y zutano se ofenderán; aquel otro no aprueba esta doctrina, lo mejor
será que la abandone”. O quizás ocurra que recibamos los aplausos de las multitudes y no queramos decir nada que las disguste, porque si hoy gritan: “Hosanna”, mañana gritarán: “Crucifícalo,
crucifícalo”. Todas estas cosas obran en el corazón de un ministro. Él es un hombre como
vosotros, y las siente. Además, está el agudo cuchillo de la crítica y las flechas de aquellos que le
odian a él y a su Señor, y, a veces, no puede evitar el sentirse herido. Posiblemente se pondrá su
armadura y gritará: “No me importan vuestras maledicencias”; pero hubo épocas en que los
arqueros incluso a José afligieron penosamente. Entonces se encuentra en otro peligro, el de
querer defenderse, porque quien lo hace comete una gran locura. El que deja a sus detractores
solos y, al igual que el águila, no hace caso de la cháchara del gorrión o como el león no se
molesta en atajar el gruñido del chacal, es un hombre y será honrado. Pero el peligro está en que
queramos dejar sentada nuestra reputación de justos. Y, ¡oh!, ¿quién es suficiente para dirigir la
nave librándola de estas peligrosas rocas? “Para estas cosas”, hermanos míos, “¿quién es
suficiente?” -para levantarse y anunciar, domingo tras domingo y día tras día, “las inescrutables
riquezas de Cristo”. No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 44
Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres
Al llegar a este punto, y para terminar, sacaré la siguiente conclusión si el Evangelio es “olor de
vida para vida”, y el trabajo del ministro es una labor solemne, cuánto bien hará a todos los
amantes de la verdad el orar por todos aquellos que la predican, para que sean “suficientes para
estas cosas”. Perder mi devocionario, como os he dicho muchas veces, es lo peor que puede
ocurrirme. No tener a nadie que ore por mí me colocaría en una situación terrible. “Quizá”, dice
un buen poeta, “el día en que el mundo perezca será aquel que no esté embellecido con una
oración”; y tal vez, el día en que un ministro se apartó de la verdad fue aquel en que su congregación dejó de orar por él, y cuando no se elevó una sola voz suplicando gracia en su favor.
Estoy seguro de que así ha de ocurrir conmigo. Dadme la hueste numerosa de hombres que tuve
el orgullo y la gloria de ver en mi casa antes de venir a este local; dadme aquellas gentes
dedicadas a la oración, que en las tardes del lunes se reúnen en gran multitud para pedir a Dios que
derrame su bendición sobre ellos, y venceremos al mismo infierno a pesar de toda la oposición.
Todos los riesgos se salvan, si tenemos oraciones. Porque aunque aumente mi congregación;
aunque la formen gentes nobles y educadas; y aunque yo posea influencia y entendimiento, si no
tengo una iglesia que ore, todo me saldrá mal. ¡Hermanos míos! ¿Perderé alguna vez vuestras
oraciones? ¿Cesaréis alguna vez en vuestras súplicas? Nuestra labor en este gran lugar esta casi
terminada, y felizmente volveremos a nuestro muy amado santuario. ¿Cesaréis entonces, acaso, en
vuestras oraciones? Me temo que esta mañana no hayáis pronunciado tantas plegarias como
debierais; me temo que no ha habido una devoción tan ardiente como hubiera sido necesaria. Yo
no he sentido el maravilloso poder que experimento algunas veces. No os culpo por ello, pero no
quiero que nunca se diga: “Aquel pueblo que fuera tan ferviente, se ha tornado frío”. No dejéis
que el laodiceanismo penetre en Southwark; si ha de estar en alguna parte, que se quede aquí, en
el West End; no lo llevemos con nosotros. “Contendamos eficazmente por la fe que ha sido una
vez dada a los santos”; y sabiendo en los peligros que se encuentra el portador del estandarte,
suplico que os reunáis a su alrededor, porque habrá males en el ejército.
«Si el portador del estandarte cae en La Lucha mortal,
Qué bien puede ocurrir, porque no ha habido jamás batalla igual».
Levantaos amigos; agarrad vosotros mismos el estandarte y mantenedlo en alto hasta que llegue el
día cuando nos encontremos en el último baluarte conquistado a los dominios del infierno, y
cantemos todos: “¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡El Señor Dios Omnipotente reina!”
Hasta entonces, continuemos luchando. No hay otro Evangelio. Charles Spurgeon 45

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